Cuando parecía que finalmente, entre la nostalgia y el aburrimiento, podíamos ir olvidando el único legado de este gobierno – la fábula del niño y el pollo – el presidente de la República viajó hasta la propia sede de las Naciones Unidas para predicar las bienaventuranzas de una nueva parábola miserabilista: la historia del tamborcito y la familia quemada.
El evento confirma el patetismo de la política peruana contemporánea, que goza de un oficialismo a la altura de la oposición, y viceversa. En este episodio clásico del desvarío castillista el presidente recurre a una historia atroz de una familia de Villa María del Triunfo que lo pierde todo en un incendio, como extraño argumento para impresionar a inversionistas extranjeros. Mas que impresionar, lo que busca es dar pena, que es su sucedáneo. Es decir, necesitamos inversiones porque nos suceden desgracias. El foco del relato se centra en el tamborcito con que el padre de familia sostenía a los suyos haciendo música.
MIRA TAMBIÉN: Yma Súmac, no te merecemos, por Jaime Bedoya
Nadie estudiaba en esa casa, cuenta el presidente como si el fuera el administrador de un chifa de barrio y no el responsable del gobierno. Y cierra su historia con un nivel de dramatismo terminal que lo consolida como un esforzado cultor del género miserabilista: toda la familia acabó en cuidados intensivos. Este clímax hospitalario de desfavorecidos peruanos sumidos en la calamidad paupérrima logra que el gringo extraviado que tiene al lado se agarre la cabeza entre la compasión y el wtf.
Lo que hace el presidente, victimizarse, no lo ha inventado él. Pero debe reconocerse que está elevando el recurso a la categoría de doctrina política. Con el agregado de hacerlo demostrando la sangre fría del más severo cinismo profesional. El dolor, la pena, se convocan y se exhiben, pero no se sienten. Él está sentado regodeándose con la miseria ajena mientras su cuñada está en la cárcel por responsabilidad suya y no se le mueve un pelo. El médico de palacio debería investigar a qué temperatura le hierve la sangre al señor Castillo.
COMPARTE: Lima necesita una mano, por Jaime Bedoya
El victimismo político es una herramienta de manipulación que no discrimina ideología. De Hitler a Trump, de Maduro a Cristina Kirshner, es uno de los plumajes más vistosos del populismo. Haciéndose pasar por martirizados, sus líderes camuflan su angurria de poder posicionándose como víctimas de otros, tocando el nervio central de un sentimiento masivo y poderoso: el resentimiento. El ánimo de revancha puede ser motor y motivo en un país donde la desigualdad es la cómoda y segura normalidad.
Uno de los maestros tácitos de Castillo tiene que haber sido el ex presidente Alejandro Toledo. Castillo fue militante del finado partido Perú Posible durante doce años, postulando fallidamente a la alcaldía de Anguía en 2002. Logró 104 votos, quedando cuarto. Toledo mató a su madre en el terremoto de Huaraz cuando en realidad murió de cáncer. Y luego utilizó a su suegra como escudo humano cuando pretendió sustentar la compra de una casa de Casuarinas con la plata de Odebrecht diciendo que la había financiado con el dinero recibida por ella como víctima del Holocausto. En un tono menor, se presentó como secuestrado por el montesinismo cuando se pegó la memorable encerrona con patada en el foco del Melody. De tal palo, tal astilla. Aunque dicen que no hay peor astilla que la del propio palo.
LEE: Breve diccionario de la incertidumbre peruana, por Jaime Bedoya
En el lamento permanente del victimista todos los males son culpa de terceros. Esto permite eludir las propias responsabilidades, así como cualquier compromiso en lo que les toque solucionar problemas. Como acertadamente decía la propaganda de Ceregen, eso cansa.
Aunque aquí si hay víctimas reales, y más de una. Si, el gobierno es víctima, pero del código penal. Aunque eso no es revancha, es justicia. Las otrsa víctimas somos nosotros, perjudicados por la incompetencia y la deshonestidad de gente a quien la responsabilidad le queda grande.
Contenido Sugerido
Contenido GEC