Las bayonetas sirven para cualquier cosa menos para sentarse en ellas, le dijo una vez su primer ministro a Napoleón. Tres siglos después un primer ministro peruano le dice a su presidente que es un “sindicalista básico”. Este es un fraseo entre pares, Charles de Tayllerand y Guido Bellido nada menos.
Pasando por encima la deslealtad de Bellido hacia quien le diera un trabajo para el que no calificaba, cabe evaluar la veracidad de aquél ingrato torpedo.
El elemento natural del sindicalista es el conflicto. Administrar las tensiones propias de las demandas es lo que lo empodera, siendo la objeción lo que le da un punto de apoyo a su relevancia antagónica.
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Su problema existencial comienza cuando el conflicto se resuelve. Por ejemplo, al ganar una elección y acabar llevando al pecho una banda que parece crecer y crecer conforme pasa el tiempo. Le baila.
Resuelto el dilema ahora le toca decidir. Su función es gestionar respuestas, ya no construir problemas. Si el gobernante actúa como sindicalista se entrampa en una contradicción sin salida, alimentando una lista de antagonistas con su propia mano.
Jorge Bruce, lúcido sicoanalista, se ha referido en La República a la situación presidencial como una probable manifestación del Síndrome del Impostor. Bruce refiere que se le llama así a una desconfianza en las propias capacidades, erosión de la autoestima que cuando asociada a una responsabilidad elevada, puede resultar demoledora.
Sabiendo que no está a la altura de la investidura, (y que le abriera el camino a ella una tormenta perfecta conformada - entre otros - por la pésima candidatura de Keiko y el odio ciego que genera), el impostor sufre el temor a la revelación del fraude: no estaba preparado. Por ello se sabotea pidiendo inconscientemente ser descubierto.
Hay que tener un decidido talento auto destructivo para buscar discordias con los militares. Maltratarlos, faltarles el respeto a sus carreras y saltarse la ley para favorecer a su clan, solo significa hacer lo que Tayllerand le recomendaba evitar a Napoleón: Pedro Castillo se está sentando sobre bayonetas.
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Felizmente hemos tenido un alivio argumental a esta tragicomedia en que un presidente se va acomodando la soga de la vacancia al cuello como si fuera una corbata. El oasis a ese harakiri que arrastra al País ha sido la pequeña gesta de Run Run, el perro impostor.
La gente de bien estuvo del lado de Run Run en su huida, legítima bajo la libertad que la naturaleza confiere. Fue una cacería tras una identidad equívoca de creerlo perro siendo zorro.
A Run Run se le ha llamado sicosocial, siendo en realidad una víctima del tráfico callejero. Ahora languidece en la falsa comodidad del Parque de Las Leyendas, triunfando como curiosidad cuadrúpeda. Está más cerca de ser una moraleja inversa.
Run Run fue un impostor involuntario, falseado por un traficante. En cambio, en el caso del actual presidente la impostura fue por mano propia. Habiendo candidateado a ser gestor y mandatario, en menos de 100 días ha devastado los sectores de educación, transporte e interior, en un desgobierno que se debate entre la incapacidad y la inimputabilidad, sino ambas.
Su última flagrancia queda registrada en su discurso al recibir el cargo, 28 de julio de este año. La confesión sincera está en la página 24:
- Reforzaremos la institucionalidad de las fuerzas armadas teniendo presente la meritocracia, antes que el amiguismo para los ascensos.
Eso equivale a que Run Run hubiera llegado a su nueva casa diciendo guau. Cosa que nunca hizo.
El peor pecado del zorro tomado por perro fue haber aceptado pollo a la brasa de una piadosa mano humana. //
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