Queda en manos de la microbiología establecer si existirá un legado medible, así sea de orden molecular, del fallido gobierno de Pedro Castillo. Algo que las amebas heredarán con asombro unicelular.
Lo que si resulta irrefutable y no amerita comprobación, es que los doce meses de gestión el centésimo trigésimo presidente de la república han desafiado los alcances gramaticales y semánticos del idioma castellano. Este trabajo de demolición lo ha hecho de manera constante, ardua e ingeniosa. Comenzó clavando una bandera en todo lo alto con la parábola del niño y el pollo, ese acertijo sin solución cuyas implicancias históricas en un país donde el pollo a la brasa es ícono y talismán aún están por revelarse.
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El ciclo se ha cerrado dignamente con el asombroso homenaje a la inexistente atleta Klimber García, aquella que ganó dos medallas de oro en el mismo multiverso donde ese pollo zombie discurre sufre el tormento de oscilar eternamente entre la vida y la muerte.
Ese es el mismo multiverso reflejado en ese imaginativo discurso de 28 de julio, autoría de una prometedora pluma anónima de la ciencia ficción nacional.
Reconozcamos algo. Todos los yerros que sucedieron entre ambos hitos, un despliegue enciclopédico de errores de concordancia en todas sus variables, hicieron tolerables, comprensible incluso, las habilidades diferentes de otros oradores maestros de lo ininteligible tales como Alejandro Toledo. Aunque eso más que un legado sería más bien una grosera bajada de vara a niveles de zócalo.
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Tal vez donde se note más claramente el impacto Castillista sobre las propiedades del lenguaje, esté en la manera en que su conducta como funcionario público ha cuestionado el sentido de ser de un refrán hecho a su medida. Este dice así:
Es preferible ser pirata y navegar con bandeja de cojudo, que ser un cojudo y dársela de pirata.
Su significado es claro: hacerse el idiota facilita el saqueo, pues hace pasar desapercibidas las tropelías. Mientras que lo contrario, ser un idiota y pretender ser avispado a la hora del robo solo asegura el riesgo de ser fácilmente descubierto por baboso.
Sobran ejemplos en la historia universal para confirmar la precisión del refrán en cuestión. El emperador romano Claudio, por ejemplo, sería el niño símbolo del astuto que finge imbecilidad ante aquellos que se creen más listos que él. Al final los destruye a todos al estilo imperial, a sangre y fuego.
Inversamente, como ejemplo del idiota que se cree sagaz es difícil elegir un solo ejemplo entre tantos postulantes que calzan con el perfil dentro del congreso.
En cambio, lo que ha logrado Castillo en estos doce meses de estrambótica gestión es inaudito: se ha establecido como ejemplo emblemático de ambos extremos opuestos del refrán. En cara y sello de una moneda que ya no vale nada.
Por un lado, ha acumulado vastos indicios de piratería, mientras simultáneamente se ha esforzado por presentarse como portador de una bobería innata. Pero, al mismo tiempo, virtudes del multiverso del pollo que muere y no muere, ha hecho méritos sólidos como para calificar perfectamente como un bobo natural que ha quiso dárselas de filibustero, con los resultados de investigación fiscal ya conocidos.
Castillo ha conquistado la antítesis, ha capturado la antimateria, ha consolidado la suma cero. Tal vez exista una virtud escondida en lo que posiblemente será el único logro de su gestión: reunir en una sola dimensión al pirata y al cojudo.
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