Desde hace décadas la respuesta peruana estándar para dar cuenta del estado de ánimo propio se reduce al lacónico uso de un adverbio demostrativo:
- Y, ¿cómo estás?
- Ahí.
Esas tres letras no dicen nada y lo dicen todo. Denotan una referencia geoespacial ambigua y dual. Si bien fijan una posición indeterminada pues remiten a algún lugar revelan al mismo tiempo la naturaleza incipiente y provisional del mismo: ese lugar no está en ninguna parte claramente discernible. Es una transición anímica que la peruanidad acepta como una entelequia socialmente aceptable.
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Esta suspensión perfecta del estado de ánimo es una manera muy limeña de evitar referirse a él. Debe estar ligada a años de carencias e incertidumbres que a su vez propiciaron una modalidad de la esperanza en suspenso. Entre las nuevas generaciones, al menos hasta antes de la pandemia, el “ahí” habíase visto desplazado por un anglicismo más relajado, acorde a los signos exteriores de bienestar gozados por aquellos que nunca vivieron un coche bomba o bañarse con balde. Así dicen ahora:
- Y, ¿cómo estás?
- Fresh.
Esa frescura se marchitó en marzo de este año horrible. Milennials y xennials están conociendo en carne propia el proverbial ahí con el que hemos convivido los que alguna vez fuimos jóvenes y esporádicamente felices, pues en la juventud es cuando mejor se sufre.
Hay una variante de esta respuesta común. Posiblemente esté relacionada al celebrado emprendedurismo, esa terquedad todo terreno que a la vez que nunca claudica tampoco se distrae mucho en las formas y demás rigor protocolar. Esta es la razón que la vincula con el atajo, ese sistema operativo alterno que domina las artes de la lubricación:
- Y, ¿cómo estás?
- Ahí estamos.
¿Qué quiere decir esa persistencia que le agrega el plural del verbo por excelencia asociado al estado del sujeto? Pues que ahí estamos “haciendo algo”. Eso abarca desde el estar agazapados hasta el estar articulando a favor del propio interés. En todo caso se trata de una declaración que rompe la inmovilidad de ese adverbio en soledad. El ahí estamos podría inscribirse dentro de un derrotismo propositivo, un fracaso convencido en el sí se puede; ya sea por las buenas o por las malas.
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Es severa la distancia anímica entre nuestro escueto “ahí “y el “pura vida” costarricense, por citar solo uno de los temperamentos bañados por el sol caribeño en vez de la nublada humedad del Pacífico. La densidad de lo gris, que brevemente se hace celeste por tres veloces meses o en cuarentena, impone una penumbra interior preventiva. Más bien resulta curioso cómo obviamos los matices cuando queremos expresar efusividad. En esos casos con ágil impudicia nos trasladamos hasta el extremo procaz y extrañamente intrafamiliar de la emoción:
- Y, ¿cómo estás?
- De la puta madre.
Siempre, pasado el entusiasmo, volvemos a la seguridad del “ahí”. En él reside la equidistancia protectora de una esperanza contenida. La teología cristiana denomina limbo al espacio intermedio entre el cielo y el infierno, una sala de espera espiritual que es destino final de los ni tan buenos ni tan malos. El limbo, como Dios, también es peruano. //