Uno ve las imágenes de Claudio Pizarro conduciendo su vehículo por las calles de Bremen, recibiendo el saludo devoto de los ‘lagartos’, los fieles del Werder Bremen, y se pregunta qué reacciones suscitaría el delantero si protagonizara esa misma escena en cualquier jirón del centro de Lima. Las botellas que los alemanes blanden para dedicarle un brindis honorífico, en manos de hinchas peruanos podrían volverse armas punzocortantes.
Es imposible no extrapolar la situación, pues la carrera profesional de Pizarro –que esta semana concluyó de forma oficial– ha transcurrido vinculada a la paradoja de haber alcanzado un renombre incuestionable en la exigente Bundesliga y, a la par, no haber podido o sabido ganarse el cariño unánime de la barra peruana debido a sus muy discretas actuaciones con los colores de la selección.
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Fuera del país, Pizarro es nombrado “ídolo”, “leyenda”, “mito”, “goleador histórico”; celebridades como Mourinho y Guardiola le dedican elogios superlativos; estrellas como el francés Franck Ribéry, el alemán Mesut Özil o el español Thiago Alcántara se felicitan públicamente por haberlo tenido como compañero; la prensa internacional lo canoniza como uno de los atacantes más mortíferos del continente. Fronteras adentro, sin embargo, le tienen respeto, pero no amor. Su nombre lleva años polarizando a la afición, despertando recelos y sospechas entre no pocos peruanos que lo asocian con la palabra “decepción” o con la palabra “fiasco” o con todos los matices del fracaso, y se devanan los sesos preguntándose cómo es posible que el ‘Bombardero de los Andes’ no haya imitado, en cinco procesos premundialistas con la Blanquirroja, la jerarquía que mostró durante veinte años vistiendo camisetas foráneas.
Es sabido que en algunas latitudes, si no en todas, se impone una lógica compensatoria sentimental para premiar al futbolista: si dejas el pellejo en la cancha por la selección nacional, el público te adorará sin reservas, aun cuando profesionalmente no hayas migrado; por oposición, por más que ganes la Champions League –y Pizarro la obtuvo en 2013 con el Bayern–, no habrá olvido ni perdón si con la divisa de la patria, además de no anotar los goles que se espera de ti, juegas con reiterada desidia.
Diferenciemos, pues, lo que Pizarro significa para el mundo y lo que simboliza para los peruanos. Se trata de un gran jugador, un jugador consagrado, el más triunfal jugador peruano a nivel internacional, dueño de récords notables, difíciles de igualar. En simultáneo, encarna una herencia de rigidez, pragmatismo y frialdad, atributos propios del medio teutón, que no calzan para nada con lo que en Perú suele considerarse carismático o popular. Si a eso le sumamos un pobrísimo ejercicio de la autocrítica, no resulta ser el tipo más simpático del barrio.
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Tampoco ha beneficiado a su imagen haber compartido selección con dos hombres que se hicieron entrañables por la regularidad de su entrega –el ‘Chorri’ Palacios, primero; Paolo Guerrero, después–, quienes confirmaban Eliminatoria tras Eliminatoria que, en casa, entre los suyos, un jugador seleccionado puede perfectamente replicar, incluso mejorar, su rendimiento del extranjero.
A la luz del retiro, su ostensible falta de química con un amplio sector de la tribuna no rebaja un milímetro el tamaño de su éxito. Deja, sí, cierto margen para la especulación nostálgica: ¿qué habría pasado si, tanto en el Nacional como en el Monumental, en esos partidos clave donde fue titular y capitán y estaba obligado a ser figura, Claudio hubiera acertado con un cuarto de la efectividad que lució en su dilatado periplo por Alemania?
Divagación inútil, claro está. Como dice Enric González en Historias del Calcio, el fútbol y la vida están llenos de tiempo-basura. “Como la vida, el fútbol se descompone al final en un puñado de momentos brillantes. El resto es un vago malestar: fenómenos metabólicos, estadísticas, humo”.
Si algo ha tenido la prolongada carrera de Pizarro en Europa es eso, momentos brillantes, momentos llenos de inspiración, potencia o sutileza, según el caso lo ameritara. Pero momentos ajenos. Consolaba escuchar al narrador de televisión de turno identificarlo como “el peruano”, mención que nos arrancaba, aunque a la fuerza, una mueca de orgullo o de respeto. Pero otra vez: respeto sin amor.
Así funciona el destino: el Perú no quiso completamente a Pizarro, pero gracias a Pizarro muchos aprendieron a valorar al Perú. Quizás en esa otra paradoja resida su trascendencia. //