Desde que comenzó esta pandemia tomé la decisión racional y voluntaria de no ceder al miedo ante el covid. Así, opté por vivir tomándome ciertas libertades, sin condicionar mis días –aún más– por el temor a enfermarme.
De hecho, tuve la oportunidad de salir de la ciudad y experimentar el estar un periodo de tiempo en la naturaleza. Viajé como no lo hacía hace mucho tiempo, disfruté y tuve mucha suerte porque no perdí a nadie cercano por esa causa. Tampoco perdí mi trabajo (bueno, sí la mitad del único estable). A pesar de eso, fui algo así como bendecida.
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Por esa misma ausencia de temor, no quería salir corriendo a ponerme el refuerzo de la vacuna. Me vacuné, claro, toda mi familia lo hizo.
Llegó el verano, mis hijos empezaron a socializar lo que yo no socialicé en toda mi vida. Y existía la posibilidad absoluta de que en algún momento se contagiaran. Aun así, opté por que fueran libres.
Terminó enero y, con él, nuestra inmunidad preciada. Mis hijos y todos los jóvenes invitados ese último fin de semana de enero a la casita de verano que alquilé por un mes, dieron positivo. Sin síntomas la mayoría de ellos.
Hola, febrero. Hola, ómicron.
A pesar de que mis hijos estaban con covid, mi esposo y yo salimos negativos en la prueba PCR. Convivimos todos en casa, yo sin mascarilla y en cierto modo atendiendo a los enfermos, hasta que caí.
Lo sentí un viernes por la tarde, a la altura de la garganta, un cosquilleo.
El sábado no podía pararme de la cama. No lo hice hasta dos días después, cuando abrí los ojos y Javi me dijo: “Has dormido 65 horas”. En serio.
Definitivamente hice una cura de sueño.
Como soy una persona altamente sensible, me dolía absolutamente todo el cuerpo: la espalda baja, la espalda alta, las costillas, la cara, los dientes, las encías, todas las terminaciones nerviosas. No comí, me alimenté del prana; en otras palabras: del aire.
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Al tercer día resucité como Jesús, tuve la osadía de barrer, hacer un poquito de jardinería y por la tarde caí tumbada. Ambos oídos me zumbaban, todo me daba vueltas, los brazos y las piernas se me adormecían. Todos los síntomas de una ansiedad desbordada.
No me sentía así desde el 2007, año en el que fui a hacerme exámenes porque no sabía qué tenía, hasta que un neurólogo me dijo que era ansiedad.
ANSIEDAD
La ansiedad me tumbó, un día más, inmóvil, inútil, y con ganas de llorar. De hecho, lloré.
A la mañana siguiente fue imposible seguir con mi vida, de nuevo echada, de nuevo durmiendo todo el día.
Le escribí a la doctora que me estaba monitoreando, que además es la doctora de cabecera de mi familia; y le imploré ayuda: necesitaba recuperar mi vida.
Alprazolam de 0,5.
Una vez en mi sangre, actuó milagrosamente hacia mi ansiedad generalizada, devolviéndome la vida.
Así les escribo hoy, que cumplo tres días medicada. Uno a veces cree que puede con todo, y no pues. A veces necesitamos ayuda extra.
Escribí un diario corto de mis síntomas, día a día, y lo compartí en mis redes sociales. Fue sorprendente la cantidad de personas que me respondieron contándome que habían pasado por lo mismo, o que se habían visto obligados a empezar terapia por la depresión o por los trastornos de ansiedad que el covid les había traído como efecto colateral.
Somos muchos.
Felizmente, y gracias a Dios y a todos los que nos hicieron sentir su cariño, aquí estamos, un poquito golpeados, pero estamos. //
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