Si hay que repetirlo mil veces, se repetirá mil veces: nadie más que tú mismo te hará feliz y completo. Nadie.
Crecí sin saber cómo quererme, así que destacaba en el colegio, quizá para llamar la atención o para sentirme valorada por algo porque, como diría Adam Sadler en el discurso que dio al ganar el Spirit Award: yo tampoco estaba en el grupo de las bonitas.
Cuando era niña y adolescente, mis estándares de belleza respondían a los de una Barbie: toda humana rubia con ojos claros era lindaza. Así, a los doce años, ya usaba lociones para aclararme el pelo que solo se adquirían en Miami.
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Mi mejor amiga siempre fue la que más jale tuvo ( y tiene, bebé). Todos los chicos se “morían” por ella en una época, incluso el que me gustaba a mí.
A mis ojos, yo tenía el pelo feo –alguna vez me dijeron que parecía púbico–, además de la nariz aguileña, los dientes chuecos y con manchitas blancas desde que cambié los de leche.
Fue por eso que cuando el chico guapo se fijó en mí, nunca pude creerlo. ¿En mí? ¿Uno de los más populares? Estaba en tercero de media.
Estuvimos un mes y me gané enemistad con mis pares de otros colegios. Literalmente sufrí de bullying físico –en dos ocasiones me pegaron– y psicológico: hablaban de mí siempre, hasta me inventaron una canción cambiándole la letra a Se quiere, se mata de Shakira por otra donde yo era la protagonista.
Cuando terminé el colegio, el poco amor propio que me tenía se manifestó en mis vínculos. Y es que no hay verdad más cierta: la relación que tienes contigo mismo determina el resto de tus relaciones.
Así pasaba de relación tóxica en relación tóxica, buscando... ¿sentirme querida? He hecho muchas cosas que no he querido hacer solo por sentirme aceptada. Me he faltado el respeto múltiples veces y puedo decir que hasta ahora hay días en que pareciera que no me quisiera.
No es fácil quererse.
Como madre de una hija adolescente en una actualidad de apariencias y pseudoperfecciones estéticas, tengo la obligación de darle las herramientas para que desarrolle una autoestima poderosa y que no repita el patrón de su progenitora.
Así como decirle lo siguiente:
Primero, tienes que saber que eres la única responsable de emprender esta tarea: que siempre puedes crear emociones positivas hacia ti misma, que puedes aprender a aceptar y a aceptarte, que puedes enfocarte en aquello por lo que te sientes agradecida, las cosas buenas que tú valoras.
Mírate como miras y admiras a tus queridas amigas, con esos mismos ojos, de amor, de compasión cuando se equivocan; háblate bien, usa palabras armoniosas y bonitas para referirte a ti misma y no seas tan dura contigo. Todos somos seres imperfectos, querida mía.
Así, uno puede ir cambiando su diálogo interno y en vez de los “no puedo”, ir por los “voy a intentarlo”; en vez de “soy un desastre”, decir “soy humano”; en vez de “no voy a salir de esta”, “voy a estar bien”.
Sí, sé que es difícil salir de ese sistema de pensamiento en el que el físico es todo, pero es posible, es urgente.
Es tu próxima misión.
El año pasado llevé un curso en línea sobre Ciencia de la Felicidad en Yale, en donde derrumbaban los paradigmas de la felicidad. De acuerdo con un estudio, las personas que se realizan operaciones estéticas mantendrían el mismo sentimiento de desasosiego después de un tiempo, si es que no aprendieron a quererse desde el comienzo.
Así que: a empezar a conocernos, a darle importancia a la lista de nuestras cosas buenas, a empeñarnos en trabajar en aquello que se pueda mejorar y todos los días mirarnos al espejo y mandarnos un besito. //
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