Renato Cisneros

Qué importante es acercarse a lo que no entendemos. A lo que nos sobrepasa. A lo que puede hacer trastabillar nuestras precarias certezas sobre el mundo.

Acabo de leerme las 161 páginas de Inacabada, novela de la escritora chilena Ariel Florencia Richards que cuenta la historia de Juana, una joven que durante un viaje a Nueva York intenta por todos los medios sostener una conversación pendiente con su madre. Lo que Juana pretende decirle es algo que la madre ya sabe, solo que se niega a aceptar: que Juana, quien nació siendo varón y fue bautizado con un nombre de varón, ha iniciado el proceso hormonal –el tránsito– para ser lo que siempre ha sentido que es, una chica. En rigor, son solo dos las palabras que Juana necesita que su madre escuche de su boca, dos palabras que sostienen toda su verdad: «soy mujer».

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El personaje de esta ficción es un alter ego de la propia Ariel Florencia Richards, quien vivió treintaisiete años siendo Juan José, una identidad que ya no existe, o no del todo. Ella misma confiesa en las primeras páginas de su libro: «a veces reconozco en mí las ruinas de la persona que fui antes de transitar».

Mientras leía pensaba en cuatro amigos (todos escritores, por coincidencia) que tienen hijos e hijas que han vivido la transición de género y adoptado un nombre muy diferente al que sus padres eligieron para ellos. Para ninguno de los cuatro fue sencillo aceptarlo, pero todos reconocieron el coraje y valentía de sus hijas e hijos para tomar una decisión tan radical: ser otra persona para los demás, pero la única posible para ellos mismos.

Cuando pienso en esos casos más o menos cercanos es inevitable preguntarme cómo reaccionaría yo si alguna de mis dos hijas tomara una decisión similar en el futuro en pos de «su yo verdadero». ¿Qué haría?, ¿flaquearían mis ideas progresistas?, ¿dudaría de mi celosa defensa a la libertad individual?, ¿restauraría súbitamente los prejuicios conservadores de mi educación católica?, ¿me opondría con tenacidad?, ¿o sería capaz de ver la noticia con los ojos de entendimiento y complicidad que todo hijo espera encontrar en la cara de su padre en los momentos decisivos?

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Los hijos e hijas trans de esos amigos han vivido sus procesos de tránsito en países que poseen normas que garantizan la igualdad y reconocen la identidad de género autopercibida. En el sistema de cavernas peruano sería imposible plantearse dar un paso de esa naturaleza. En el Perú la identidad transgénero es considerada oficialmente un “problema mental”, de ahí que una película como Arde, Lima –que visibiliza a la comunidad Drag Queen– haya provocado revuelo por el solo hecho de ser programada en la cartelera.

En Inacabada, Juana, la narradora, a la par que camina por Nueva York evaluando cómo encarar a su madre, visita museos y se detiene a analizar obras artísticas –pinturas, esculturas– aparentemente dejadas a medias por sus autores. Esas obras le sirven de metáfora de su propio estado de ánimo. Ella se siente un poco así, inconclusa, por momentos fallida, desprovista de bordes. Tampoco puede separar su experiencia de lo sucedido con su padre y su abuelo materno, quienes se quitaron la vida sin haber cumplido cuarenta años. Como ellos, Juana también siente interrumpir una vida con la transición, pero, a diferencia de los dos suicidas, ella sí se atreve a continuar renaciendo en la mujer que desde siempre consideró ser.

Inacabada no es una novela para mentes obtusas. O tal vez sí. Tal vez ayude a las mentes obtusas a desprogramarse un poco. En cualquier caso, el lector avanza por sus páginas como por un bosque virgen. Poco a poco captas que la belleza de lo descubierto es, en realidad, la posibilidad de nombrar lo innombrado; y que el miedo a extraviarse es, en realidad, el miedo a encontrarte, cara a cara, con aquello de lo que has huido toda la vida.


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