La historia del auge y caída de la empresa Theranos es tan extrema que alivia lo bien documentada que está; de otra forma no sería creíble. Un resumen apretado diría que Elizabeth Holmes la fundó a los 19 años con una idea magnífica: crear un dispositivo portátil capaz de realizar cientos de exámenes con una sola gota de sangre extraída de la punta de un dedo. Las intuiciones detrás del concepto son válidas: la industria de los laboratorios es y sigue siendo cara; el procedimiento de extracción, doloroso e invasivo; el modelo de salud detrás, reactivo y muchas veces tardío. La necesidad de una transformación parece tan evidente que el centro tecnológico de la innovación mundial decidió creer que una persona había logrado formular el cambio de paradigma, a pesar de que nunca aportó pruebas de que estuviera cerca de lograrlo.
De eso trata la miniserie The Dropout (Star+) y el documental Desangrando a Silicon Valley (HBO), ambos estupendos. Las dos producciones coinciden en mostrar a Holmes más obsesionada con la narrativa norteamericana del inventor-emprendedor (Thomas Edison, Steve Jobs), que con la necesidad de crear una tecnología disruptiva.
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En su defensa, no fue solo un tema de egotismo. Alrededor de ella confluyeron una sociedad, un sentido común y unas industrias siempre en busca del próximo unicornio, sin importar los cimientos sobre los que se levantaría la nueva estrella. Es el triunfo del relato sobre la realidad. Incluso los antecedentes en los que Holmes se inspira son dudosos: los aficionados a la ciencia hace mucho consideran a Edison un “hombre de negocios” y lo contraponen al genio científico de Nikola Tesla, a quien maltrató y explotó; al lado de Steve Wozniak, Jobs es un superdotado, sí, pero del marketing.
La desgracia de Holmes fue no haber tenido ese correlato técnico, ni siquiera haberlo buscado. En un momento entendió que su idea era más atractiva como inversión que la empresa misma, lo que la hirió de éxito. El mundo de la innovación y las star-ups es tan adrenalítico e incierto, pero a la vez tan seductor y en potencia rentable, que es posible convencer a buena parte de la élite política y empresarial de Estados Unidos para que invierta mil trescientos millones de dólares en un power point. La visión por encima de la fórmula. El relato por encima del invento. No eran ingenuos, los timados: Henry Kissinger, Rupert Murdoch, Larry Ellison, George Shultz, Bill Clinton, Joe Biden, la FDA, Walmart.
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Como el lector adivina, Theranos nunca creó lo prometido; en cambio, instauró en su laboratorio un régimen de hiperconfidencialidad y amedrentamiento para desviar miradas y acallar críticas internas, a la vez que amenazaba con enjuiciar a todo aquel que dudase de sus logros. La mentira necesita guardianes y Holmes encontró en su pareja, Sunny Balwani, al paladín perfecto de la oscuridad. Luego, la inevitable acumulación de enredos y patrañas creció hasta alcanzar un punto de desconexión con la realidad que invita a pensar en la sociopatía, en la salud mental, en el histrionismo. Amanda Seyfried brilla en la ficción al modular la voz para obtener los rarísimos tonos graves de Holmes, a la vez que mantiene la mirada fija en la nada, sin parpadear, como signo de concentración o locura.
Si aceptamos que la diferencia entre una mentira y una estafa es el propósito de obtener un provecho económico, la gran curiosidad con ella es cuándo se creyó su propio relato de niña superdotada a punto de cambiar el mundo. No es evidente que haya sabido de inicio que su proyecto era irrealizable; en cambio, es muy claro que en un punto no se podía detener. En ese vértigo se revela una fibra de la condición humana: sobrevalorar la ambición y el sueño sobre la evidencia. Nunca hubo forma de que Theranos acabe bien. Pero para su creadora era irresistible saber hasta dónde podía llegar. //
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