Fue en la Alemania medieval donde empezó esa peculiar tradición de asociar aniversarios matrimoniales con materiales. Al cabo del primer año, por ejemplo, los esposos celebran sus ‘bodas de papel’, mientras que al año ciento uno –si llegan en condiciones– cumplirán sus ‘bodas de marfil’. En medio de esos extremos se recurre a toda una gama de elementos que van desde lo más endebles hasta los indestructibles: a los diez años se festejan las ‘bodas de aluminio’; a los veinte, ‘de porcelana’; a los veinticinco tocan las famosas ‘bodas de plata’; a los cincuenta, las legendarias ‘bodas de oro’; a los setenta, las ‘bodas de titanio’; y a los cien años el festejo recibe un nombre más bien cadavérico: ‘bodas de hueso’.
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En esa tradición occidental, el quinto año de matrimonio está representado por la madera. Cinco años no es un periodo menor. Es lo que duran ciertas carreras, ciertas condenas, ciertos gobiernos, ciertas guerras, ciertas gestas épicas. En la antigua Roma, cada cinco años se celebraba una ceremonia de purificación ya sea para bendecir los campos y los rebaños, o proteger a los ejércitos y los recién nacidos. El rito se llamaba Lustratio, voz que proviene del latín lustrum, que significa “limpio, puro”. De allí nace ‘lustro’, la palabra que utilizamos para denominar cada quinquenio.
Podría decirse entonces que cada cinco años se impone una inflexión, un cambio, una limpieza, una ocasión para sacarle lustre a las cosas.
Las ‘bodas de madera’ son una transición entre las ‘bodas de lino’ y ‘las bodas de hierro’. Se utiliza la madera como símbolo porque es noble y sólida, pero también porque es vulnerable a los efectos del calor o la presión. Se supone que al quinto año, un matrimonio alcanza una cierta consistencia, pero tampoco puede confiarse, pues el hilo del que pende todavía es endeble.
Me pregunto de qué árbol es originaria la madera que nos representa a Natalia y a mí, ahora que cumplimos cinco años desde ese caluroso sábado de 2016 en que nos dijimos que sí. Difícil saberlo. En nuestro ecosistema conyugal, como en todos, las estaciones y los climas son impredecibles. Hay días tormentosos en que extraviamos las hojas con facilidad, igual que los almendros, los cerezos o los nogales cuando arrecia el otoño. Otros días, en cambio, nos sentimos como los pinos o los abetos, tan estables, tan seguros y orgullosos del follaje que los cubre. Pero quizá la mayor parte del tiempo seamos como los eucaliptos o las encinas, árboles recios ante los vientos, cuyas hojas se desprenden de forma gradual, con discreción, sin aspavientos.
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Supongo que en la savia de ese árbol común puede detectarse la semilla de nuestros antepasados. Todo matrimonio, a fin de cuentas, es un choque de culturas, una colisión de planetas, un encuentro de civilizaciones o –para seguir con la metáfora botánica– una bifurcación de bosques. Mientras Natalia procede de una arboleda armoniosa, bien cuidada, donde abundan sauces y cipreses, yo desciendo de una planicie de troncos partidos por la mitad donde pueden avistarse unos pocos, raquíticos baobabs.
Pero a Natalia el pasado le importa mucho menos que el futuro. En nuestro árbol figurado, soy yo quien inspecciona las raíces. Ella prefiere irse por las ramas.
Lo importante es saber que al cabo de estos cinco años (estos 1.825 días con sus noches) la corteza luce saludable. No seremos el más macizo de los robles, pero proyectamos buena sombra como la palmera, garantizamos frutos redondos como el naranjo y, semana tras semana, eludimos la deforestación. //
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