Enero del 2020 es una fecha que gracias al coronavirus pareciera ubicarse en la prehistoria peruana. Fue en esa fecha, hace apenas seis meses, que se dio una de las escenas más logradas de humor involuntario en la política peruana contemporánea.
Era de noche y se daban los resultados de las apresuradas elecciones congresales. Era un milagro digno del nuevo testamento. Resucitaba un partido político que en términos generales, como dice Ricardo Gareca cuando eleva la generalización a modismo, había logrado el oxímoron de ser democrático y honesto al mismo tiempo: Acción Popular era el partido puntero con más del 10% de los votos.
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Se improvisaban explicaciones de este renacer mientras el vetusto local partidario del Paseo Colón – escenario de la formidable oratoria atmosférica de don Fernando Belaúnde Terry- bullía de entusiasmo mediático, aún así nadie hubiera pasado una escoba por las telarañas acumuladas durante años. Las cámaras registraban la vida después de la muerte. Y ahí se dio el chiste.
Por lo menos seis líderes de Acción Popular, juntos o por turnos, buscaban representar físicamente esa victoria sobrenatural. Así se vio al alcalde de Lima Jorge Muñoz, a Víctor Andrés García Belaúnde, a Raúl Diez Canseco, a Mesías Guevara, a Alfredo Barnechea y a Johny Lescano, este último con el añadido que siempre es un problema dónde ubicar la h en su nombre de pila.
Inflaban el pecho como si todos hubieran metido el gol en el minuto noventa. Lo singular es que ninguno de ellos había sido elegido a nada esa noche.
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Para los israelitas y para el terrenal interés de los partidos de dueños de universidades, la caída del gabinete Cateriano era tan incuestionable como la Ley de la Gravedad. (La izquierda peruana solo tenía que ser ella misma, siempre silvestremente útil para saltar hacia el vacío montada sobre un caracol ideológico.)
La anacrónica ampulosidad de Cateriano, que haría sonrojar a un pavo real en celo, sirvió el postre. Solo faltaba la cereza. La pondría la resurrecta Acción Popular. Sus abstenciones al momento de la votación le regalaron una crisis política a un país que ese día emitía el acto de defunción del muerto número 20 mil por coronavirus. El caos como doctrina.
En aquellas elecciones bíblicas de enero fue elegida la flamante congresista por Acción Popular Mónica Saavedra. Es un esplendoroso lapsus que los politólogos deberían agradecer como corpus académico, doña Mónica anticipó que su bancada se dedicaría a un rol de ¨obstruccionismo democrático¨. Entonces fue un misterio profundo entender qué diantres quería decir eso. Ahora está claro su significado, trascendencia y proyección en la pandémica realidad nacional, vociferada a los vientos por el presidente del congreso que, por supuesto, es un ilustre acciopopulista.
El obstruccionismo democrático puede resumirse en cuatro conceptos básicos:
a) Robar cámaras cuando sea posible, zafar cuerpo cuando sea necesario[1].
b) Ser un presidenciable eterno, apoyado en el fundamento filosófico de ¨no descarto nada¨.
c) Toda crisis, así sea sanitaria, es una oportunidad personal para generar zozobra.
d) Confiar siempre en la inagotable nobleza peruana, esa bondad sin memoria que transforma a los electores en cretinos.
En el 2021 ya no tenemos excusa. //
[1] De los ¨presidenciables¨que celebraban esa noche de enero, Jorge Muñoz y Mesías Guevara fueron los más enfáticos y diligentes a la hora de deplorar la conducta de Acción Popular. El señor Diez Canseco hizo pública una carta.