"Pero no hay que olvidar este año. Porque tarde o temprano, y seguramente será tarde, llegará la vacuna", escribe el autor.
"Pero no hay que olvidar este año. Porque tarde o temprano, y seguramente será tarde, llegará la vacuna", escribe el autor.
Jaime Bedoya

Este año no podría acabar peor. Estaremos confinados y lejos de seres queridos viendo como llega la a otros a tiro de piedra, apenas al otro lado de la frontera. El límite nacional que suele ser una tranquera o un río seco, división política diluida para el extranjero por nuestros encantos naturales. Chile tendrá la vacuna, pero nosotros el pollo a la brasa. Así empieza la patria, y desde ahí se le quiere, con mayor razón ahora que está enferma y desvalida.

Como telón de fondo de esta desazón oiremos el penoso ruido de la incompetencia nacional echándose la culpa unos a otros. Los más caraduras, como el , postularán al Congreso para seguir excusándose con inmunidad a costa del Estado. Algunos llaman a esto pesadilla. Pero de las pesadillas uno se despierta. Esta es una tragedia inmóvil y a la vez circular, repetitiva en su incertidumbre. ¿No se puede confiar en nadie?

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El no será fácil. Pero el no poder ir a la playa será la más insignificante de sus tragedias. El verdadero drama será regresar en el tiempo meses atrás, cuando acceder a una cama de cuidados intensivos se convirtiera en la versión terminal del privilegio VIP. Si en el invierno el gozo y el lucro podían más que el miedo, con el calor el negacionismo bailable del COVID-19 será sensación veraniega. Así somos, salserines al borde del abismo.

Pero no hay que olvidar este año. Porque tarde o temprano, y seguramente será tarde, llegará la vacuna (si es que antes no acabamos todos contagiados.) Sin necesidad de pesimismo es razonable anticipar que conforme el virus vaya controlándose volveremos a los mismos errores de cuando nos creíamos invencibles. La lista de equívocos es larga y conocida. Nuestra persistencia en el error es imbatible.

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No hay que olvidar este año porque en medio de todas sus dificultades y dolor nos ofreció la posibilidad de descubrir de qué estamos hechos. El ladrón robó, la madre cuidó, el médico curó y el mentiroso mintió. Y para muchos que estaban en el cómodo terreno medio, esa tibia meseta que nunca se moja ni se compromete, se sorprendieron a si mismos siendo solidarios, útiles. O simplemente sensatos, que es el estado que antecede a la valentía.

. Estuvimos forzosamente aislados y a la vez más pendiente que nunca de los demás, sea por miedo o por preocupación sincera: esa renovada conexión llamada empatía. Fue el año en que se confirmó de la urgencia de informarnos antes de hablar, y de la necesidad imperativa de no repetir mansamente la versión más repetida de un suceso. Las fake news cuentan con un distraído ejército de lenguas largas a su servicio.

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Fue el año en que nos sobró tener tantas cosas. Tantos zapatos, corbatas, agujas, peines y todo lo que acumulamos para llenar un vacío sin fondo. Un humilde y rendidor buzo pijama demostró lo poco que necesita para envolver lo que somos: Un alma que lleva un cadáver a cuestas, en palabras de un emperador romano.

Todo lo soportado y aprendido en este año miserable dejará cicatrices invisibles en los sobrevivientes. Además de una presencia entre inoportuna e indispensable que la poeta Emily Dickinson describía como : la esperanza. No olvidemos este año. La peor tragedia es aquella sin propósito. //

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