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Gisela Ponce de León
Oscar García

Una vez, Gisela Ponce de León quiso invitarle un café a uno de sus trolls, que los tiene por montones en Internet, y no tuvo éxito.

El asunto, aunque extraño, lo suelta del modo más natural posible, en medio de una charla en clave baja sobre la presión que siente estos días por tener un 2018 copado de cosas. Su agenda para esta mitad del año está repleta: este mes ofrecerá 17 conciertos en el Teatro Pirandello, en donde estrenará su poco conocida faceta de cantante, en temas pop arreglados por Lucho Quequezana. En abril la veremos en el cine como la torpe protagonista de Soltera codiciada (Tondero). Y en mayo será su retorno a la popular obra musical Cabaret, luego de diez años de ausencia suya, y en uno de los papeles principales.

Cualquier actriz se sentiría bendecida de tener tanto trabajo, pero a Gisela esto le incomoda. Le fastidia porque la hace sentir culpable. Se explica: en coyunturas así, cuando ha tenido demasiada exposición, se ha topado con la crueldad anónima de las redes sociales, con comentarios que orbitan bajo una duda casi cartesiana que activa cierta pulsión rajona del usuario promedio de Internet: “¡¿Acaso no hay más actrices en el país que Gisela Ponce de León?!”.  

El comentario es injusto: en las más de 100 películas peruanas que se han estrenado comercialmente desde el 2013, año de la explosión de Asu mare, ella ha aparecido en cuatro, en casi todas en roles secundarios. Igual, la cargosería ataca. Si el día es bueno, la negatividad de los trolls no la afecta y hasta puede hacer live streamings mientras está atorada en el tráfico y muerta de risa. Ahí saluda a sus fans y los invita a ver su show. Si el día es malo, agotador como estos, toparse con mensajes malévolos es desalentador. Y entonces aparece el tema del café. “He leído por ahí que soy una actriz sobrevalorada o que soy de este modo o del otro”, dice con la voz nerviosa de quien teme revelarse mucho. “Al comienzo no sabía qué hacer y contestaba esos comentarios y les trataba de explicar, les decía ‘oye, pero yo no soy así’. Hasta le ofrecí un café a uno, tipo ‘conóceme primero’”. Alguien le aconsejó que quizá no era la mejor idea extender cortesías así, que la podían llamar loca. “Y hasta ahora no he conseguido tomarme esos cafés”, dice. 

Oirán tu voz, oirán nuestra voz
​En la foto desteñida, Gisela tiene dos años, unos audífonos enormes y un micrófono: todo lo que necesitaba cuando era niña en esa casa de la urbanización Palomino para soñar con ser cantante. Sus más cercanos lo han sabido siempre: antes que las tablas o el cine, el primer gran amor de Gisela fue el canto. De chica, su madre la llevaba a los concursos de talentos de Nubeluz, en donde ponía todo de sí para parecerse a su ídolo, Gloria Trevi. Y cuando salió del colegio, su primer trabajo fue como corista en la banda Flashback, en donde interpretaba temas como Hopelessly Devoted to You, que canta Olivia Newton John en Grease. Sin saberlo bien, la vida la llevó por otro camino. Se metió al Teatro de la Universidad Católica (TUC), que no terminó, y acabó siendo una de las actrices más reconocidas de su generación. El canto lo reservó para su casa y en obras musicales, pero siempre ceñida a una partitura y una letra establecida. Era su yo cantante subordinado al control de su yo actriz. Párate acá, di esto bajo esta luz, como manda el director.  

“Ahora no estoy en un papel, soy yo la que se muestra. Es mi nombre el que está en los carteles y eso me tiene muy nerviosa”, dice, con el hablar vacilante que escoge en las entrevistas. Gisela no se considera cantante y lo repite seis veces durante nuestra conversación. Quequezana, que la está dirigiendo y le ha creado una versión especial de Bad Romance (Lady Gaga) en clave de landó, no podría estar más en desacuerdo. “Gisela tiene una voz espectacular. La conozco desde hace más de diez años, cuando le compuse una canción para su voz, para la obra Feisbuk, y no entendía cómo no podía estar presentándose en algún lado como cantante”, afirma el músico. Cuando le cuento lo que Quequezana piensa de su talento vocal, Gisela sonríe: “Es que Lucho es un bueno”, argumenta.  

En la sala de ensayo, Quequezana y Ponce de León repasan con su banda algunas canciones de Mon Laferte, Queen y Natalia Lafourcade para el espectáculo. La idea es hacer versiones ‘de cero’. Al que se le ocurra imitar el arreglo original de alguna de las canciones es resondrado por Quequezana, como profesor de escuela. Ponce de pronto propone un tema de Britney Spears, I´m not a Girl. Lucho está en desacuerdo, pero sugiere otro. Así son los ensayos. 

Buena parte de la chamba de él es hacer que ella confíe más en sí misma, que se olvide de encarnar un personaje y aborde el canto desde la libertad más pura. Está trabajando en eso, porque le es difícil, dice. “Él sabe que puedo ser muy dura conmigo. A veces le digo ‘no quiero hacer esta canción, no llego a la nota’. Me frustro, pero me hace un truco mental y, de pronto, me sale”, se sorprende. El tema de conversación cambia. Ahora cuenta preocupada que no se acostumbra a ver su cara en los paneles. Piensa que el suplicio será hasta mitad de año, cuando podrá descansar un poco. Solo así podrá dejar la ansiedad y pasar más ‘caleta’. Como a ella le gusta. 

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