"Que se haga victoria nuestra gratitud", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"Que se haga victoria nuestra gratitud", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Son las tres de la madrugada del jueves 16 de noviembre y desde el asiento trasero del taxi en que regreso a casa, el legendario Parque Kennedy –atestado de hinchas que siguen tambaleándose y celebrando como si el miope árbitro francés Clément Turpin recién acabara de finalizar el partido– parece haber sido diseñado para este único momento: el momento de tomar la ciudad por asalto y, en dos movimientos simultáneos, curarnos la frustración y abrazar la gloria. Porque para nosotros, pienso en quienes nos hicimos adolescentes y luego adultos buscando culpables para cada frustración futbolística, esto es la gloria. Hay al menos un par de generaciones para las cuales ni siquiera ganar el Mundial de Rusia produciría tanta felicidad como haber clasificado al Mundial de Rusia. Suena exagerado, y quizá lo sea, pero así lo siento en este instante en que, en medio de la embriaguez, la penumbra y la afonía, recuerdo, una a una, las decepciones por años acumuladas, las penas compartidas con gente que ya no está, y tecleo estas palabras sumido en un sentimiento al que me tomará un tiempo encontrarle nombre, si acaso lo tiene.

Qué vamos a hacer ahora los peruanos con tanta alegría. Cómo vamos a administrar –de aquí al inicio de la Copa del Mundo– esta súbita racha de fe, unión y optimismo, este verano que nos durará siete meses, esta repentina querencia por el otro, si la historia nos ha educado disciplinadamente en la discordia, el recelo, la sospecha. Los canallas, ya se sabe, usarán esta feliz coyuntura como telón de fondo distractor para alguna jugarreta indeseable, pero no pienso en ellos sino en la inmensa mayoría de peruanos sensibles, esa que anoche más que gritar los goles contra Nueva Zelanda los expectoró como si se deshiciera de un viejo hueso atragantado, que lloró con Farfán, que cantó con Eva, que ovacionó a Gareca, que extrañó a Paolo y que sabe que este objetivo cumplido no corrige el mundo defectuoso en que vivimos pero sí marca un antes y un después. Qué vamos a hacer, pregunto, porque aunque hemos tenido en el pasado algunos otros momentos de auténtica dicha nacional ninguno ha sido tan telúrico como este, que llega, repito, al cabo de considerables décadas de asumir que en el deporte más universal, el que más interesa, el que más interpretaciones genera, el que más dinero circula, el que más afectos remueve, éramos ya no el patito feo, sino la pata coja del patito feo.  

Desde luego no me interesa responder ahora. Son las tres de la madrugada y lo único importante es celebrar y bebernos todo hasta que hablemos una lengua parecida al ruso. Y olvidar por un tiempo el pack de estampitas religiosas, rosarios de madera y calculadoras digitales. Y no descolgar el afiche del ‘Nene’ ni el de Cueto, pero sí pegar al lado el de Cueva y el de ‘Orejas’. Y llamar a los amigos por el puro gusto de repetir la misma frase: “estamos adentro, carajo”. Y ver una vez más el video del loco calato dando su propia vuelta olímpica en Madrid y envidiar en silencio su impudicia. Y guardar en una caja fuerte la entrada al estadio, ese codiciado souvenir del futuro con el que acreditaré ante los nietos que el miércoles 15 de noviembre del 2017, sentado en la butaca 14 de la fila 22 de la tribuna de Occidente, vi clasificar a la selección. Y agradecer que en el mismo año inolvidable haya nacido mi primera hija y el país haya vuelto al Mundial. E irme a la cama entonando, con los restos de lo que hasta hace un rato era mi voz, esa barra con que el hincha se interroga, una y otra vez, cómo no te voy a querer. Aunque viva lejos, Perú, aunque a veces no cumpla contigo ni tú conmigo, cómo no te voy a querer. 

Esta columna fue publicada el 18 de noviembre del 2017 en la revista Somos.

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