El mar peruano no es un basurero. Pero lo tratamos como si fuera tal. Un vertedero líquido de desmonte, desagüe y plástico que en su grandiosidad sin queja pareciera estar obligado a ocuparse de nuestra asquerosidad. Disponemos nuestra basura bajo su manto frío y gris como si fuera una inmensa alfombra de mansedumbre que llega hasta el horizonte. Que tristes animales terrestres somos.
La última excrecencia que queremos entregarle ahora son los restos incinerados de un genocida. Tiren las cenizas de Abimael al mar, se dice, como si aquel fuera destino natural de tan desagradable despojo.
Ese es el mar que defendió Grau con su vida, el que Olaya cruzó a brazadas como deporte patrio que le valió el fusilamiento frente al Palacio que hoy visita el Movadef. Es el mar sobre el que navegan las olas que caballitos de totora surcaron hace milenios, ondas atesoradas en el barro eterno de Chan Chan. Es el mar desde el que desembarcó un argentino para luchar por una independencia a la que venimos defraudando desde hace doscientos años.
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Es el mar que los señores Paracas adornaron con mantos de colores que el desierto no tenía. Es el mar donde están lenguados, pejerreyes y corvinas esperando la promesa de la vida eterna hecha cebiche. Es el mar donde todos nuestros mejores recuerdos, alivios y gozos hablan a través del romper de olas.
Que poco o nada tiene que hacer esa nobleza con el deplorable comportamiento público de los que temporalmente son autoridad. La dubitación del gobierno respecto a qué hacer con los restos de un asesino contrasta con el pulso firme que este tenía para matar mujeres, niños y hombres, en su mayoría pobres. Las evasivas encubren sin éxito una flagrante demostración de doblez y cobardía.
El doblez es de quien se refugia en la huida hacia adelante para no quedar expuesto a morderse la propia cola. Y la cobardía consiste en insultar, con falta de carácter ante los criminales, a los deudos de treinta y dos mil víctimas a quien este desgraciado eliminó como manera de intentar llegar al poder. El mayor acto de valentía al que llegan es soltar un tuit. Están redefiniendo digitalmente lo que significa ser miserables.
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Como fácil y abusiva solución a este macabro dilema, una vez más, se ofrece el mar. Desechar en él toda cochinada incómoda y apremiante, la misma que obliga a una definición sin atenuantes que nunca llegará. Profanar el espacio marino con el detritus de Abimael sería un maltrato mayor a un refugio real y metafórico que nos ayuda a hacernos soportables sobre tierra firme. Resulta tétrico pensar que cada vez que nos metamos al mar estaremos bañándonos en agua maldita.
Nuestro mar no merece basura. Este tiene que seguir siendo el de las orillas de la playa Conchán donde Antonio Cisneros descubre una ballena varada como urgente epifanía del pobre. Tiene que seguir siendo el de un ocaso en La Herradura donde Luis Hernández adorna la melanconía nacional con una lluvia de estiércol y confeti. Tiene que ser el mismo que le da exactitud al verso marino de Martín Adán como si de un dni alternativo se tratase:
Si quieres saber de mi vida,
vete a mirar al Mar.
Busquen otro lugar del que nunca nadie sepa nada y que nada signifique a nadie. Pero dejen al mar en paz.
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