Ana no tiene edad, o no la recuerda. Pero sabe que nació en 1964, año de protestas por derechos civiles en EE.UU., el año de la tragedia en el Estadio Nacional y también del nacimiento de la banda Velvet Underground. En aquel tiempo, su barrio de Miraflores era como su patio, y Lima o Trujillo –la tierra de su padre– eran suyas, el refugio protector donde nada le faltaba. En realidad, algo le faltaba. Hasta hace poco no podía abrir un álbum de su infancia, principalmente porque no existe tal álbum ni fotos de ella de niña. Pero eso cambió cuando, hace unos años, pidió prestadas fotografías a sus hermanos y amigos, de niños, o con sus padres, y puso su imagen sobre las de ellos y ellas. Se hizo su propio álbum infantil, como una forma de curar una de sus dolencias, pero también como una manera de quebrar el tiempo y transgredir sus reglas. Se diría que ha vivido deconstruyendo estructuras y patrones desde que era una adolescente y alguien le dijo: “no se puede” o “las cosas son así, no van a cambiar”. Eso la enloqueció, y a lo largo de toda su vida de artista multidisciplinaria se vio reflejado.
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Entonces, Ana no tiene edad, pero sí sabe qué día nació en ella la convicción de su protesta. “Fue el día que salí a la calle y tuve que lidiar con lo que me daba mi país. Me tomó tiempo ir descubriendo la magnitud del problema de la mujer, de las diferencias sociales, de la discriminación. Desde que te mete la mano alguien en la calle, hasta mirar de cerca las desigualdades. Es así como descubres lo bueno que tiene el país, su cultura, y también te enfrentas con su otra cara”.
—¿Qué era aquello que te estaba sublevando y qué edad tenías?
Cosas tan ridículas como un trámite y la persona de la ventanilla te dice que no se puede hacer. Yo tenía 17 años cuando comencé a cargar esto, a tomar acción. Busquemos la forma de que las cosas sucedan, no el letargo. Era necesario hacer algo con eso. Mi madre, Carmela Russell, movía montañas, ahí tuve una gran maestra. Ella era compositora, adoraba el Perú.

—¿La música fue tu primera inyección de peruanidad?
Totalmente. Mi madre componía canciones para todo el Perú, entonces te vas enamorando y educando, vas tomándole cariño a tu cultura, y te haces cargo. Te das cuenta de la grandeza que quieres que continúe. Ese “no te preocupes, esto no va a cambiar” me ha acompañado toda mi vida. Y eso ha ido saliendo en mi trabajo, siento que es una responsabilidad decidir qué cosas normalizo y qué cosas no.
—¿Estamos haciendo algo para decidir cómo queremos vivir?
Como ciudadano, tienes que sentir que el país es tu casa, ¿cómo quieres ver tu casa? Cuáles van a ser tus reglas de convivencia. Si es que no tomamos cartas en eso, vamos a seguir teniendo políticos que se aprovechan. Algo que yo trato de hacer con mi trabajo es despertar en la gente la protesta, no decir solamente “todo está mal”. He tratado de utilizar herramientas cercanas, para evitar la excusa de ‘no se entiende’ o ‘muy radical’.
—¿Qué se generó cuando tomaste fotos a mujeres con tus chalecos y las subiste a las redes?
Los chalecos son realmente una especie de walking closet de ideas, de mensajes, de situaciones que no queremos que se repitan o que nos empoderan. Sentí que era una vía para llevar el tema de la violencia contra la mujer a la conversación diaria. Ya no es solo el pensamiento, sino que comienza a ser parte del léxico.
—Fue como decir: ¿por qué tengo que cargar mi cartel en las marchas de mujeres? Mejor lo porto.
Hay gente que ha creado vestimenta de protesta, pero yo dije: puedo usar el cuerpo y las manos en la protesta. Después de haber hecho el chaleco, pensé en utilizarlo de manera cotidiana, ya podía llevar la protesta a donde yo quisiese, cuando yo quisiese. Salía por la calle con el chaleco, me iba al museo, tomaba el taxi, como parte de mi vida. Se creó así una sensación de marcha interna.

—Vestir el mensaje.
Vestirlo y darle movilidad al mensaje. No podría vivir sin protestar. La mejor arma de esperanza que tenemos es esa poesía interna que es la protesta.
—¿Tus vírgenes urbanas, con las que manipulas las imágenes sagradas coloniales, contienen esa protesta también?
Ahí viene la mezcla. Crecemos rodeados de todos estos objetos históricos, imponentes. Yo me he creado una memoria en femenino. Con el tiempo aprendes a ser mujer, creces con todos los parámetros, los prejuicios, con toda la norma de lo que puedes y no puedes ser. En ese proceso te vas dando cuenta de que o transgredes o te dejas llevar por el río.
—Deconstruir para ser.
Exacto, me fui educando sobre mi género, reforzando mi personalidad femenina y mi personalidad feminista. En esos cuadros coloniales se necesitaban caras nativas para que fuese claro el mensaje de que la mujer peruana tenía que descolonizarse y también romper con el patriarcado. Darle fuerza a la imagen de la mujer dentro de la historia del Perú.


—¿Dónde estamos en la historia?
Se oculta. Mi princesa inca, en video 2D, ahora tiene versión 3D, con unos bustos que siguen contando la historia. Las tres imágenes son relicarios, y en su interior llevan unos quipus con nudos hechos por mujeres que han cerrado sus círculos de violencia. Me metí a unas clases de quipus, he hecho nudos con las cantidades supuestamente oficiales de feminicidios, de niñas embarazadas, de trans asesinados y de violencia familiar en el último año en el Perú. El quipu servía para llevar las cuentas: sigamos llevando las cuentas en otro soporte.
El arte moviliza
“¿Qué hacemos con tanta peruanidad? ¿Y qué hacemos con nuestra historia? ¿Cómo nos la llevamos puesta?”, escribe Ana por correo electrónico, a mitad de la noche, el último 28 de julio, mientras recordaba a lo lejos el día nacional del Perú. Hace 30 años, la gran ciudad, “el Google del mundo” que es Nueva York, le abrió la puerta a lo desconocido, y la atrapó. Ahora, desde su ventana con vista al Empire State, sigue siendo esa niña que pregunta “por qué” a todo, inconforme e hiperactiva como es ahora, sin edad, y muy segura de que nunca ha querido crecer, porque “la idea de la adultez me parece muy aburrida”. Y es todavía la fotógrafa que no teme rayar con una lija para madera lo más sagrado de la fotografía –el inmaculado negativo–, como en su trabajo con corazones reales, “para no perder el centro, el pulso vital”. Por qué. “Tenemos que ponerle atención a las cosas serias, pero no dejemos de jugar”.
Por eso su arte de protesta es juego, pero no chiste. Es reivindicación y esperanza, en tanto acerca a las personas a su cultura, hasta lograr que le tengan cariño y quieran preservarla.
—¿Cómo reacciona la gente cuando se refleja en tus huacos?
Estos últimos huacos son de cemento, urbanos, representan a los peruanos, que son fuertes y a pesar de todo siguen sólidos, resistiendo.
Estoy viendo que la gente se comienza a interesar por la historia. Al quitarles la cara a los huacos para que se puedan reflejar, la historia ya no es tan aburrida, ya no está solamente metida en el museo. Igual con los chalecos. Por los comentarios que recibo, digo sí, algo están movilizando. Vamos a seguir protestando o aguantando, pero definitivamente no creo que en silencio. La protesta no puede parar.

—¿Cuál es ese “esto no va a cambiar” que hace falta cambiar?
Para mí, el lenguaje del arte mueve todos los sentidos y promueve un cambio, por eso me siento mucho más responsable de todas las acciones que yo hago en mi trabajo. Mi esencia de vida es que no soporto el abuso, de ningún tipo. Siento que no me puedo rendir, porque sería perder la esperanza. Y para mantenerla viva, me tengo que alimentar de cosas bellas.
—¿Te has sentido vulnerable, discriminada, ninguneada por ser mujer?
Sí, claro. Cuando ha ocurrido, me la he peleado y no he dejado que un mal recuerdo me anule o me congele. Desde muy joven he analizado cómo mis emociones pueden trabajar para mí o en contra de mí. Eso me marcó desde siempre, y está en algunos de mis trabajos. Creo que toda mujer tiene una fuerza de resiliencia interna, porque seguimos caminando, haciendo, creando, a pesar de todo. Esa fuerza le permite sobrevivir.
—¿El fallo a favor de un famoso actor o la prohibición del aborto en EE.UU. afectan la lucha feminista?
No, la mantienen en vigencia. Esas cosas traen más reflexión, y ayudan a darnos cuenta de que si estamos dando un paso atrás, vamos a dar dos pasos más adelante.

—¿Por qué necesitabas esta antológica?
Es una parada en el camino, una revisión de lo que has hecho y hacia dónde estás yendo. Y para el público también es como que pasa de un cuento corto a leer todo un libro. Es un paseo de vida, no solo del artista. El arte es un reflejo de la vida diaria, de los sucesos de vida de una sociedad, de una nación.
—Que evoluciona.
Es interesante. El público está entendiendo que el arte es un trabajo. En el Perú se está comenzando a considerar al artista de una manera más seria. Ya se les está llamando trabajador del arte, incluyendo a todos los que conforman el ambiente del arte.
—¿Cómo se va a expresar en arte la memoria histórica de este tiempo?
En las paredes, en las ropas, en las caras, en el cuerpo, en la piel. Nosotros pasamos a ser ese soporte. //
La muestra es un recorrido por treinta años de trabajo de Ana de Orbegoso, desde sus obras iniciales hasta las más recientes. Historia, memoria y esperanza son parte del mensaje transversal a toda su obra, en la que refleja la lucha feminista y, sobre todo, la presencia de la mujer peruana en nuestra historia.
Curaduría: Augusto Del Valle
Espacio Germán Krüger Espantoso
(Av. Angamos Oeste 160, Miraflores).
Hasta el 18 de septiembre de 2022.