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Recuerdos de escuela
Ana Núñez

“A ver, alumno Torres del Pino, ponga la mano. ¿Qué? ¡No vuelva a hacer eso! Dos reglazos más por sacar la mano mientras se le castiga”. La escena ocurría a inicios de los 80, en la oficina del director del colegio Markham, en Miraflores. Eran otros tiempos. Hoy los profesores tienen prohibido infligir cualquier tipo de castigo físico a los alumnos, pero entonces reinaban los coscorrones, las jaladas de patillas y otros dolorosos ‘estatequietos’ que hoy son parte de la historia. Gonzalo Torres los probó toditos. 

‘Gonchi’ no era un niño especialmente movido. Era inquieto, sí, como cualquier chico que aún viste un uniforme escolar, pero se las ingeniaba para estar siempre entre los diez mejores alumnos de su salón. Le alucinaban los temas fantásticos y en deportes era malo. No, malo no. Malazo, según sus propias palabras. “Era el último que escogían para todo”, dice hoy sonriendo y sin que le pesen las palabras. Solo el que es capaz de reírse de sí mismo es capaz de hacer reír a los demás. 

Hacer reír a los demás es algo que ‘Gonchi’ trata de hacer desde las épocas del Markham. Entonces, era su forma de ganar amigos y hoy su forma de acercarse a la gente. 

Un par de años después de que Gonzalo Torres egresara del colegio, ya en 1988, el pequeño Mitsuharu Tsumura –el popular ‘chino’ de su promoción– asistía a su primer día de clase en el colegio Newton, en La Molina. ‘Micha’ era de aquellos alumnos que, sin dedicarse plenamente al estudio, no solo aprobaba, sino que sacaba buenas notas. “Más que ser un buen estudiante, creo que prestaba atención en clase. Siempre decía dentro de mí: si pongo atención, después ya no va a haber necesidad de repasar para el examen. Y me funcionaba”, dice el reconocido cocinero. 

Para 1998, el año en que ‘Micha’ terminó el colegio, no era tan cool ser chef. La carrera aún era subestimada y ni siquiera aparecía como opción en los test de orientación vocacional que se hacía a los estudiantes de los últimos años de la secundaria. De hecho, ‘Micha’ cuenta que, en el test que le hicieron, él agregó con lapicero, en todos los ítems: “Yo quiero ser cocinero”. Sus resultados indicaron que debía estudiar Comunicación. 

Así que la mayoría de sus patas no entendió su decisión de irse a estudiar cocina a Estados Unidos. De hecho, lo batían con el tema. “¿Vas a poner tu chifa?”, le preguntaban con el sarcasmo y malicia de la mayoría de los chicos de 16 años. “No habría tenido nada de malo poner un chifa”, nos dice ‘Micha’, cuya cocina –Maido– lidera la lista de los mejores restaurantes de Latinoamérica.

El chino Tsumura fue invitado el año pasado a dar la charla de graduación de la promoción del Newton y su mensaje, principalmente, estuvo orientado a los padres: “A los alumnos que están acá sentados y van a iniciar su vida afuera del colegio, déjenlos ser lo que quieran ser”. 

EL NIÑO-GOTA

El pequeño Alejandro Neyra no tenía ningún temor de dar discursos frente a una platea. Lo hizo cuando pasó del nido al colegio La Salle, lo volvió a hacer cuando se graduó de la secundaria y hace dos años –ya no tan pequeño y tras 25 años de egresar de las aulas escolares– repitió una vez más la experiencia. 

Ser orador era lo suyo, pero para cualquier otro tipo de arte se sentía un negado. Eso, obviamente, no lo libró de las clásicas actuaciones de 28 de julio, del Día de la Madre o Navidad. “Antes de ponerme ese chullo, seguramente lloré y renegué. Podía hablar en público, pero disfrazarme no me gustaba”, recuerda el ministro de Cultura. 

Quizá el haber salido disfrazado de gota de agua en primer grado de primaria fue una de las causas de su trauma. Ser el niño-gota debe ser casi tan terrible como ser el niño-árbol. “Esa vez nos pusieron unas panties y un disfraz de dunlopillo. Todos íbamos por donde queríamos y, al final, nos juntábamos para formar la lluvia y gritábamos: la unión hace la fuerza”, cuenta y sonríe Neyra. El ‘Ñato’, como le dicen sus mejores amigos desde La Salle, siempre tuvo la obsesión por conocer mucho y aprender todo lo que pudiera. Pero en su época estudiantil, todo el conocimiento que podía aprender era el que estaba contenido en las enciclopedias de su casa (Larousse, Quillet y El Tesoro de la Juventud) y en los libros de las bibliotecas. Qué feliz habría sido Alejandro Neyra si en su época escolar hubiera podido tener, como ahora, toda la información que se puede imaginar y la que no también al alcance de un clic. 

AIXELSID (DISLEXIA)

Sheila Alvarado Peña aún tiene pesadillas sobre el colegio. En ellas, alguien llega a su taller a decirle que no aprobó Matemáticas o cualquier otro curso y que debe dejar sus cosas para volver a clases. Para ella, de terror...

Pasó algún tiempo hasta que alguna profesora del colegio Sagrados Corazones de Belén entendiera que algo estaba mal con la chica Peña. Ella estudiaba todo el día, en los recreos ni jugaba por estar revisando sus libros; las tareas también las hacía en el colegio para poder tener la ayuda de sus amigas. Pero a la hora de dar exámenes salía jalada. Una vez sacó 00 en Matemática. Había resuelto todas las operaciones de la prueba y juraba que había hecho todo como lo explicó el profesor, pero le habían devuelto dos redondos ceros rojos. 

Sheila Alvarado no solo tenía déficit de atención, sino también dislexia. Hoy en día, los centros educativos toman en cuenta este tipo de condiciones entre sus alumnos, pero, a fines de los 80, no aprender, simplemente, era ser bruto. Por eso Sheila aún tiene pesadillas, por eso Sheila no puede olvidar que más de una vez lloró mirando sus exámenes, por eso Sheila pide a los maestros que traten de adecuar sus metodologías a cada uno de sus alumnos.

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