Cuando era adolescente, habían dos escenarios –que incluso ahora no cambian: bandas de peso anunciaban gira por Latinoamérica y Perú no estaba incluido en la lista o –el menos favorito- visitaban Lima, pero por un sinfín de motivos no podía asistir. Aunque, he de admitir, el 2010 fue un buen año -y punto de partida- en lo que a industria musical respecta.
Un día, mientras iba al colegio, la radio anunciaba que una legendaria banda iba a presentarse por primera vez en la capital. –Debido a los panoramas mencionados- no le presté importancia hasta que, ya por el final, escuché lo siguiente
It's my life
It’s now or never
I ain’t gonna live forever
I just want to live while I’m alive
It’s my life
Es como si esa estrofa de It’s my life le hubiera hablado a aquella chiquilla de 15 años para que negocie un préstamo con sus padres y comprara una entrada. Para su suerte, una compañera de clase y su primo también iban a asistir. Eso sí, esperaron mucho.
Comprar las entradas fue una ceremonia aparte: levantarse temprano para ir al punto Teleticket más cercano (en nuestro caso fue el de Metro de San Miguel), formar la cola y, luego de una hora y media, acercarse al módulo con la esperanza de que aún queden entradas para la zona en la que estábamos interesados. Ya con tickets en mano, imaginábamos cómo iba a ser ese día. Lo cierto es que nada se cumplió.
Llegó ese 29 de setiembre. Faltamos al colegio (con permiso, claro) y nos reunimos plan de 9:30 a.m. para ir al estadio de San Marcos. La entrada era por la avenida Venezuela pero, cuando llegamos, hicimos cola desde el Hospital Naval del Perú y esperamos. Lo que nadie te dice es que debes estar preparado para eso. Se deben tener en cuenta dos cosas: hay que estar preparados con agua, comida, batería extra para el celular, lentes de sol o bloqueador (de ser el caso) y, sobre todo, que no importa la hora que llegues (salvo que estés dentro de los primeros diez de la fila), estar cerca del escenario depende de tu suerte.
Eran casi las 4 p.m. y se abrieron las puertas del recinto. Nos tocó correr para llegar al estadio. La adrenalina se elevó y, de lo que normalmente se tarda 15 minutos a pie, lo hicimos en siete minutos a paso firme. Una vez dentro, nos tocaba esperar –de nuevo. Pasaron cinco horas para que Bon Jovi salga en escena. Esa suerte –que solo la tengo en conciertos- hizo que llegue a la tercera fila.
Una vez en el escenario, los músicos originarios de Nueva Jersey compensaron a aquel público –en su mayoría, adulto- que había esperado tantos años para verlos, pero también le hablaban a esos nuevos oyentes. “Los invito a compartir el mejor día de mi vida”, dijo en su momento Jhovan Tomasevich, vocalista de Zen, agrupación que abrió el concierto. Nueve años después puedo decir que aquel 29 de setiembre de 2010 fue uno de los mejores días.
Jon Bon Jovi es todo un showman. Es hasta casi increíble ver a un ídolo, para algunos; leyenda, para otros desenvolverse son tal naturalidad. Cómo olvidar el baile del apodado Captain Kid mientras se ponía un chullo azul que fue lanzado desde campo. O esas miradas que lanzaba al público para saber si la pasaban bien. Esa complicidad que logró con asistentes -que lo veían por primera vez-, me hizo entender la magia que tiene la música en vivo.
Lo cierto es que gracias a Bon Jovi supe que la música es mi religión. Gracias a ese concierto me interesé en bandas de la época. Gracias a ellos, más artistas se animaron a incluir a Perú en su gira. Gracias a ellos empecé a pegar pósters de artistas en mi habitación -como en el video de It’s my life- y, cómo no, el flayer del concierto fue el primero en adherirse a las paredes.
Nueve años después, aquellos músicos que me abrieron las puertas a un mundo que aún sigo explorando, regresan a Lima y esta vez, con un invitado de lujo: Goo Goo Dolls. Es gratificante ver que ahora se presentan en un recinto más grande: el Estadio Nacional. Y aún más emotivo que cierren su gira mundial, el próximo 2 de octubre, en una ciudad donde fue el punto de partida de muchos sueños, incluidos los míos. //