Con su clásica pose vallejiana, mano en el mentón, ceño fruncido, mirada en el horizonte, Octavio Benítez (10) y Saúl Sánchez (12), dos pequeños de Santiago de Chuco, parecen entablar una competencia imaginaria por ver quién se parece más al autor de Los heraldos negros, convertido de pronto en un insólito ídolo infantil. Sucede que mientras otros niños viven obsesionados con algún futbolista o un chico reality, el pequeño Saúl solo piensa en César Vallejo, lee a César Vallejo y, a veces, hasta sueña con este.
En corto tiempo, Saúl ha acumulado varias medallas que atestiguan su prodigiosa memoria a la hora de aprenderse versos. “Para recitar a Vallejo hay que vivirlo, tienes que sentir en ese momento que eres él, que está dentro de ti”, afirma con una gravedad impropia para su corta edad. Acto seguido, vuelve a ser niño cuando le preguntan si ha escrito alguna poesía. “Sí, tengo una. Se la he hecho a mi mamá”, comenta con una sonrisa tímida, como si lo hubiésemos descubierto.
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En Santiago de Chuco son normales los concursos de poesía sobre Vallejo. Se organizan todos los años, para los juegos florales y durante marzo, el mes vallejiano, en donde el pueblo entero celebra un nuevo aniversario de quien es, sin duda, su hijo más ilustre, que nació un 16 de marzo de 1892. Para los santiaguinos es una fecha que no pasa desapercibida. “Me gusta mucho su vida porque tuvo cosas bonitas”, señala Octavio, que este año pasa a quinto de primaria. “Él nació en Santiago de Chuco, como nosotros, pero no se quedó aquí. Se fue a conocer varias ciudades del mundo. Pero también tuvo cosas muy tristes, porque a él se le murió su hermano y su mamá”, anota.
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LOS PASOS LEJANOS DE VALLEJO
En épocas de Vallejo, la forma de viajar a Santiago de Chuco, en la sierra de La Libertad, era a lomo de mula, en un viaje de varios días, por caminos serpenteantes amenazados por abismos. El paisaje sigue siendo hipnotizante, con sus cerros verdes, arroyos cristalinos y una neblina que baja a veces y le da al paisaje un aspecto como sacado de un sueño. Hoy todo el trayecto se hace en tres o cinco horas, según se vaya en camioneta o bus. Culminado el recorrido se llega a la entrada del pueblo, en donde puede leerse: “Santiago de Chuco, capital de la poesía en el Perú”.
Dos figuras importantes reciben al visitante: una imagen del apóstol Santiago, patrón del lugar, y una estatua del creador de “Paco Yunque”. Sin embargo, al internarse en el pueblo, al santo no se le ve más, pero imágenes de Vallejo hay por todos lados. Calles principales lucen murales con poemas como Piedra negra sobre piedra blanca o Los dados eternos. En la plaza principal hay un busto blanco de él y en lo alto de la Municipalidad también destaca la imagen adusta del bardo, justo por encima del Escudo Nacional.
Pero el momento de mayor emoción para el visitante es conocer la casa del poeta, declarada Patrimonio Cultural de la Nación en 1980 y ubicada a dos cuadras de la plaza de Santiago de Chuco. Es una experiencia que provoca recogimiento. “Acá han venido turistas que luego de entrar se ponen a llorar, porque reconocen el lugar citado en los poemas y dicen que es como si lo estuviesen mirando”, cuenta Jackeline Tapia, responsable de la Casa Museo César Vallejo, la residencia que lo albergó en sus primeros años de vida y que fue puesta en valor el año 2013 por la minera Barrick, con una inversión que superó el millón de soles.
Como toda residencia andina de la época, en su corazón figura el patio, el lugar en donde el poeta –el más pequeño de una familia de 11 hijos– y su hermano Miguel jugaban a las escondidas. También puede verse el famoso poyo mencionado en el poema A mi hermano Miguel, uno de los más tristes, escrito tras la muerte de este. “Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa/ Donde nos haces una falta sin fondo [...]/ Miguel, tú te escondiste una noche de agosto, al alborear; /pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste/ Y tu gemelo corazón de esas tardes extintas se ha aburrido de no encontrarte”.
Esta es la residencia que evocaba Vallejo a menudo en su poesía, a veces con ternura, como en Los pasos lejanos, cuando el vate imagina a la distancia la soledad de sus padres; y otras veces con amargura, como ocurre tras la muerte de su madre, como en esas líneas de Trilce que versan sobre la tragedia y el desgarro del hogar roto.
Vallejo solo estuvo los primeros 12 años de su vida en Santiago de Chuco. Luego fue a Huamachuco a cursar la secundaria y finalmente a Trujillo, para la universidad. Pero en su pueblo natal todavía se conserva el colegio donde estudió la primaria. Es el 80520, antiguamente denominado Centro Viejo, fundado en 1898, en donde actualmente estudian 107 alumnos. Varias calles más arriba, sobre una loma elevada que mira al pueblo, está el cementerio en donde puede verse una réplica de la tumba de Vallejo, fallecido en París en 1938. Sus restos se encuentran en Montparnasse, en la Ciudad Luz.
UNA HERENCIA VIVA
Lejos de los monumentos y casas con historia, dar con huellas vivas del poeta es más difícil. Vallejo, casado con la francesa Georgette Phillipart, no tuvo descendencia. Según la Casa Museo, el último familiar suyo en Santiago de Chuco murió en octubre del año pasado. Al anochecer, luego de una tarde lluviosa, nos abre la puerta Buenaventura Ulloa (80), viudo de doña Hilda Jara Vallejo (86), sobrina nieta del poeta. “Han llegado tarde”, es lo primero que dice al invitarnos a pasar.
Cinco meses atrás, su esposa fallecía de diabetes en un hospital de la zona, luego de 57 años de casados. Se despidió de él con un beso, cuando la enfermedad ya le había quitado la visión. “Ella estaba muy orgullosa de ser pariente de Vallejo. Siempre lo decía. En Santiago de Chuco ya no quedan más, pero en Trujillo y Lima hay más”, dice mientras abraza un cuadro de su esposa.
La mayoría de santiaguinos saben bien quién es Vallejo, pero no todos logran recitar más de un verso de él. En ese panorama, son los niños los que han tomado la misión de ser sus heraldos, los mensajeros del poeta. “Para nosotros recitar su obra es conservar lo nuestro, nuestra cultura santiaguina para que no sea olvidada”, anota Leslie Sánchez (12), declamadora junto a su amiga Rosa Benites (14).
Sus poemas favoritos no son necesariamente los de mayor recordación. Ni Los heraldos negros ni Masa. Ellas prefieren Los nueve monstruos, La rueda del hambriento, En suma no poseo para expresar mi vida, sino mi muerte y otros que merecen ser más conocidos. Hacia ello apuntan, robándoles horas a sus actividades de niñas, para memorizar páginas de páginas. No lo ven como un sacrificio, dicen, pues es el orgullo el que las moviliza. El orgullo y las ganas de compartir un mensaje que consideran suyo. //
NOTA: Este texto fue publicado originalmente el 11 de marzo del 2017 en la edición impresa de la revista Somos. Es la primera vez que se publica completo en la web.
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