Camisa de chalis, bigotitos de Cantinflas y en vez de talco en los chimpunes, pólvora. Su nombre completo era ya poesía -Roberto Carlos- y a los 18 años, exactamente el 20 de octubre de 1991, el Chorrillano Palacios debutó con la camiseta de Cristal ante Muni, 2-1 por el extraño Torneo Metropolitano de entonces. Llegó al club de la mano de Alberto Gallardo, un poco el padre de todos los ídolos celestes de los 90, y del brazo de doña Marcela Mestas, su madre, que lo llevó a cuanta cancha barrosa había que ir para mostrar que el hijo futbolista tenía condiciones. Como era muy bajito y muy flaquito, nunca le creían la edad. Grandeza le sobraba en la patada. Luego de ese debut, todo fue ganancia: del 91 al 96 jugó 208 partidos, hizo 64 goles y ganó el histórico tricampeonato 94-95-96. En ese equipo Maestri era el Tanque, Julinho el artista y el Chorri el corazón.
Fue el 20 de setiembre de 1997, en el viejo Nacional de Lima. El Chorri hizo un gol desde 30 metros al uruguayo Siboldi, esos zapatazos que uno imagina ocultos en otro cuerpo, más de mole que de Felpudini, y el país se arrodilló ante lo que parecía un milagro: una selección sin cracks y sin goleador podía llegar al Mundial de Francia 1998. Esa noche, como en el gol de Farfán a Nueva Zelanda, la gente saltó tanto en el estadio que pareció temblor. La culpa fue de Palacios, siempre más que un futbolista. En la selección que peleó hasta el último partido la clasificación a Francia 98, él era todo: el capitán sin brazalete, el volante que hacía los goles emotivos, el fanático que se metió a la cancha. Su magnetismo excedía los márgenes de la cancha, donde nunca bajó de los 8 puntos. Su cara, además, era un poco la del Perú: una lágrima a punto de caer acostumbrado a tanta derrota y un sonrisa que achina los ojos cuando, milagro de los cielos, llueve alguna alegría. Hizo goles en 12 de los 19 partidos en que fue titular y la selección ganó, seis de ellos por Eliminatorias.
Además de esperanza, Palacios fue influencia.
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Tengo mi propia teoría, la he conversado con amigos: hay con el Chorri no solo una identificación futbolística -así gambeteaba Uribe, así anotaba Cubillas-; también una suerte de representatividad sobre lo poco bueno que le pasó a Perú desde 1986 hasta el 2018, los años de la pobreza y el caos. En todo lo feliz de esos años, algo tuvo que ver Palacios. La Eliminatoria a Francia, la Copa América del 99, el golazo a Chilavert. Hacía los goles que uno soñaba, como si viviera en permanente revancha, los celebraba bailando una muy tribunera marinera y desde su sitio en el campo, el mediocampo ofensivo, fue puente entre el retiro de los mundialistas del 82 y la espera inacabable que acabó el 2018. Cuando no estuvo, nadie ocupó su puesto. Eso sí, uno ve corriendo a Cueva, haciéndole goles a Ecuador o Argentina y es inevitable pensar que se inspiró en el Chorri. Que hasta tenía su polo Te amo Perú.
Sobre el incidente Solano-Palacios, una breve línea para no avivar el fuego: una tarde, junto con Elkin Sotelo y Pedro Canelo, nos propusimos juntarlos en una producción fotográfica en el que, trampas del oficio, ninguno sabía que se iba a reunir con el otro. Se saludaron con cortesía, ni siquiera se miraron y luego se portaron como los profesionales que eran: sonrisa para la foto de El Comercio y listo. El fútbol hace grupos, equipos y familia. A veces los tres o ninguno. No se puede ser amigo de todo el mundo, ni aunque tengas un técnico que junta -Oblitas el 98-, uno que ilusiona -Markarián para Brasil 2014- o uno que elogia -Chemo y los Fantásticos-. No se puede y es natural. Nada más.
LA FOTO MÁS BUSCADA EN LOS 2000
EL CHORRI EN IMÁGENES:
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Cuando a Perú se le acabaron los héroes y no tenía épica, perdía todo lo que jugaba y no era ninguna moda decir que se era hincha de la selección, Roberto Carlos Palacios Mestas fue el pie, el pecho, el rostro de ese equipo débil, en coma. No fue la mejor época para hacerse fanático de Perú pero si algún cariño sobrevivió de aquella década, se le debe al Chorri. Su mamá decía que el apodo Chorrillano se lo ganó en los torneos infantiles: había que cambiarle la edad, hacerlo crecer a la fuerza. Y el Chorri se crecía. Eso, en el fútbol continental de esos años, donde Perú era un enano, servía. Su legado es ese: jugar más de lo que su camiseta suponía.
Hace 16 años hizo su último gol, de los 19 que anotó en 128 partidos con Perú. De todas las discusiones sobre quién pudo o quién debió ir a Rusia, sobre quién lo merecía y quién se lo había ganado, solo él, Roberto Palacios, tuvo todo para competir por un puesto. Personalidad, gol, sentido de pertenencia. Detrás de Paolo, al lado de Orejas, jugando con Farfán. Presionándolo a Cueva, el Chorri de estos tiempos. Esa unanimidad no se gana en un streaming. Se forja a fuego, en una cancha.