El cólera -esa enfermedad infecciosa aguda- golpeó al Perú en 1991. (Photo by Bernard Weil/Toronto Star via Getty Images)
El cólera -esa enfermedad infecciosa aguda- golpeó al Perú en 1991. (Photo by Bernard Weil/Toronto Star via Getty Images)
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Un hombre cualquiera se despierta una mañana y camina por los patios de una imponente ciudadela. Respira, piensa, trabaja, conversa con otros, tiene un día completamente normal. Unos días después, empieza a mostrar los graves síntomas de una enfermedad desconocida: fiebre alta, malestar general, dolor de cabeza, vómitos y erupciones que empiezan a aparecer en su lengua, rostro y cuerpo. En sus ojos empieza a notarse la angustia de quien sabe que enfrenta un mal sin posibilidad de cura. Ningún brebaje o planta ancestral ha funcionado. El pánico empieza a apoderarse de hatun runas, yanaconas, piñas, nobles y sacerdotes por igual. Salen los chasquis a difundir la noticia por los más distantes rincones del imperio, sin saber que los cálidos vientos del norte propagan ya en ellos y otros pueblos la misma que los matará en pocos días.

Pronto, este destino es alcanzado por el mismísimo inca y su príncipe heredero: Huayna Cápac y Ninan Cuyuchi fallecieron sin llegar a verle el rostro a ningún español, a pesar de que sucumbieran por una enfermedad traída desde Europa por ellos y que, sin imaginarlo, sería decisiva en la conquista del Perú: la viruela.

“Las primeras enfermedades que llegaron al Perú no eran una pandemia como el coronavirus –nos dice Julio Núñez Espinoza, magíster en historia de la salud y catedrático de la PUCP, especialista en estos temas–. Las que había tenían brotes epidémicos en Europa, por lo que muchos europeos habían desarrollado inmunidad. Su llegada a América, como en el caso de los esclavos africanos, fue también la migración biológica de diversos organismos. Estaban en ellos, en las ropas o telas que negociaban en sus intercambios comerciales y, por lo tanto, en el aire. No es preciso decir que la viruela llegó en el siglo XVI, cuando los españoles pisaron nuestro territorio por primera vez, porque fue en el siglo XV, ya que viajó a través del aire por el contacto humano tras el descubrimiento de América. Por eso llega a matar hombres andinos en el Perú antes de su primer contacto con el Imperio de los incas, en 1532”.

La caída de Huayna Cápac y Ninan Cuyuchi –ocurrida entre 1524 y 1527– dio pie a la guerra civil en la que se enfrascaron los hermanos de este último, Huáscar y Atahualpa. La deducción parece natural: sin españoles no habría viruela y, sin viruela, Huayna Cápac no habría muerto tan pronto, Ninan Cuyuchi habría reinado y la conquista no habría sido realidad. La viruela propició una guerra civil que nos debilitó. Se ha llegado a calcular que, por lo menos, un 30 o 40% de la población del Tahuantinsuyo falleció producto de dicha enfermedad entre los siglos XVI y XVII. “Esto se hacía más grave cuando se presentaban viruela y sarampión o viruela y difteria y a veces tifus –nos dice Núñez Espinoza–. Las enfermedades más letales de esos años fueron la viruela y el sarampión, seguidas por la gripe”.

Enemigo silencioso

“No me digan. Alguien vino de Europa y trajo un virus extraño al Perú. ¡Qué sorpresa!”, decía, más o menos, uno de los primeros tuits tras confirmarse el primer caso de coronavirus en nuestro país. Una clara ironía vinculada a la conquista del Perú. Sin embargo, no fue ese el primer momento en que nuestros ancestros se enfrentaron a graves enfermedades. La tuberculosis, la verruga o la uta eran dos males endémicos, letales en diversos rincones del Tahuantinsuyo desde mucho antes que asomara un español. Pedro Cieza de León, en su Crónica de indias, cuenta la sorpresa y el temor que ocasionaba entre los españoles observar a los afectados con graves brotes verrugosos producto de la uta, porque para ellos era tan desconocida como para los incas la viruela. Los daños ocasionados por la uta han sido representados, incluso, en huacos mochica.

Con la llegada y permanencia de los españoles aparecen dos temas importantes para la salud pública: el crecimiento urbano y la malaria. “Fue un mal proceso de urbanización –asegura Núñez Espinoza–, porque no era posible obtener agua potable y muchas acequias atravesaban la ciudad. Por eso, uno de los primeros y serios problemas de salud pública fueron las enfermedades gastrointestinales como disentería o fiebre tifoidea, porque la gente consumía agua contaminada”. Por su parte, la malaria golpeó con fuerza el ande y se volvió endémica en el Cusco hasta que fueron descubiertos los beneficios de la quina. El arbolito presente en nuestro escudo pudo salvar muchas vidas. No sería hasta 1897 que Felix Hoffmann descubriría otro paliativo para distintos malestares: la aspirina.

Es casi común imaginarse la Lima virreinal como una ciudad de inmensas campiñas, propias de una postal, con enormes y bellas casonas, haciendas o jardines. Y eso sucede porque las imágenes no transmiten olores. La Lima de los siglos XVII o XVIII, dentro del damero, escondía detrás de su belleza el alma de una ciudad contaminada: los cuerpos de perros, ratas o caballos muertos se acumulaban por días en las calles; la gente utilizaba el agua de las acequias para lavarse o alimentarse, pero en esas mismas acequias otros tiraban sus excretas; los caballos de los coches o carruajes dejaban las calles llenas de bosta y esta se mezclaba con el barro sobre el que todos caminaban y que llevaban luego a sus casas en su calzado. Para colmo, la ciudad estuvo amurallada hasta la segunda mitad del siglo XIX y a los muertos se les enterraba en las iglesias tras velorios de varios días, facilitando la proliferación de enfermedades, según la teoría miasmática, que indicaba el viaje de las pestes por el aire. “Por eso, quienes van a reformar las ciudades por esos tiempos se preocupan por que tengan calles anchas, árboles, vegetación, para evitar que las miasmas hagan mella en la salud de los humanos. Lo ideal es que esté ventilado el espacio urbano, porque lo contrario favorece el desarrollo de las enfermedades”, anota Núñez Espinoza.

El historiador José Toribio Polo publicó entre 1913 y 1917 un trabajo titulado Apuntes sobre las epidemias en el Perú, donde lista las que nos afectaron en los siglos XVI y XVII y su impacto en la población. Pocos años antes, en abril de 1903, la peste bubónica apareció en el molino Milne del Callao, causando terror por mucho tiempo. Aunque el origen estuvo en una embarcación tailandesa que había llegado al puerto, la enfermedad se propagó por las paupérrimas condiciones higiénicas de una ciudad infestada con su principal transmisor: las ratas. Bastaba que una pulga pasara de ellas a un humano para que empezara su suplicio.

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