Temprano en la mañana, en Pampapuquio, Apurímac, un aire travieso sopla desde las montañas hasta la explanada de pajonales, congelando orejas y despeinando cabezas a su paso. Se respira tan puro aquí que pronto las mascarillas se antojan prescindibles. Quizá lo sean. En este anexo del distrito de Tumay Huaraca, a casi 4 mil metros de altura, los locales no las usan. Los avalan sus estadísticas: en la pandemia solo se les ha enfermado un abuelito de 75 años que llegó a UCI. Lo confirma a la prensa su alcalde, Richard Silvera. Solo uno.
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Estamos aquí, con la nariz convertida en un cubito de hielo, en este extenso campo color paja para presenciar un milagro: el origen del agua. A ojos citadinos no parecería haber mayor misterio en el asunto, acostumbrados a obtenerla solo al girar una manija. La cosa es más compleja. En Pampapuquio hay una afloración natural de aguas subterráneas, de las miles que hay en el Ande, que los lugareños llaman “el Ojo”. Lo que emana de esta cabecera al ras del suelo es tan cristalino que deja sin palabras.
“Esto que ves acá es todo para nosotros. Sin agua no tendríamos vida”, dice el alcalde Silvera, y por algún motivo la frase no suena a lugar común en este contexto. Tanto se la cuida que se solicita protección divina. En una ceremonia de pago a la tierra se invoca a los apus Jarwarazo y Ronco, dos montañas poderosas que enmarcan el paisaje con su presencia silenciosa, para que no falten las lluvias.
El magnetismo casi telúrico del ritual es roto por los tonos festivos de una danza de tijeras. Luego de este preámbulo festivo, empieza lo bueno: la faena comunal de mantenimiento del ojo. A punta de pico, hombres y mujeres van limpiando la cuenca del ojo y guiando el cauce hasta el reservorio, que asemeja una piscina en medio de la puna. Al proceso completo le llaman “siembra y cosecha de agua”, una técnica ancestral que estuvo por perderse en algún momento.
El ojo de Pampapuquio estuvo abandonado, cuentan, destruido por acción de los animales y la vegetación descuidada, pero ha sido recuperado por la comunidad con la asistencia de entidades estatales e internacionales. Es el caso del proyecto Agrobiodiversidad-SIPAM, sobre el cual empezamos a tomar nota ayudados de una libreta, pues la grabadora acabó siendo una ofrenda involuntaria al ojo de agua, luego de uno de esos tropiezos que lastiman el orgullo.
PALTAS COMO CANCHA
Financiado por el Fondo Mundial para el Medio Ambiente (GEF) y ejecutado por el fondo ambiental privado Profonanpe (en coordinación con FAO, MINAM y Midagri), el proyecto Agrobiodiversidad-SIPAM tiene entre sus ejes de trabajo precisamente la conservación de ecosistemas y preservar las técnicas ancestrales de cultivo y cosecha de productos. Lo hacen trabajando con las comunidades en sitios distintos como Acora (Puno), Lares (Cusco), Laria (Huancavelica), Atiquipa (Arequipa) y en Huayana (Apurímac), que es a donde arribamos, con el pantalón enlodado luego de la refrescante experiencia con el ojo de agua.
Aquí conocemos el caso de Silvia Morán, otra beneficiada del proyecto. Estas retinas regularmente incrédulas juran no haber visto paltas más gordas y cremosas que las que Silvia ofrece, con una gentileza que no podemos retribuir porque hasta la billetera se nos ha mojado. Son paltas cultivadas sin mediación de químicos o fertilizantes de nombres raros, salvo el que obtiene de forma gratuita de sus animales de granja.
Silvia comercializa las paltas a Lima a través de la marca Agrobio, parte del proyecto Agrobiodiversidad, y a Lima pueden llegar en dos semanas, a través de un nuevo método de compra del que ya nos ocuparemos, porque ahora toca conocer al sabio de las papas.
SABIDURÍA ANTE LA CRISIS
En Patahuasi, Apurímac, no se habla de los avatares de la guerra entre Rusia y Ucrania, esa misma que amenaza al mundo con una crisis alimentaria, según vaticina The Economist. El destino funesto se agrava más en el caso peruano dados los inexplicables problemas con la compra de úrea. Víctor Rojas, el yachachik (sabio) de la papa, no sabe de qué crisis le hablamos. Campesinos de producción modesta no usan fertilizantes, salvo el compost natural que ellos mismos elaboran con cenizas y guano.
Rojas es un optimista del potencial del campesino para sobreponerse a entornos adversos. Lo hacen siempre, cuando les toca combatir heladas, sequías y hasta la contaminación de la minería ilegal. Es ahí cuando apelan a sus saberes ancestrales. En su Yachay Wasi (casa del saber), Rojas protege el conocimiento colectivo, además de albergar un banco de semillas con el que preserva hasta 328 variedades de papa distintas.
Hay que tener un ojo biónico como el de Rojas para reconocer las sutilezas de estos tubérculos terrosos, esas características que les confieren identidad. Algunas parecen tan mínimas que todo el asunto recuerda la habilidad de los esquimales para reconocer distintos tipos de “color blanco”. Como sea, son diferencias que existen y que son parte de la agrobiodiversidad de este país.
“Con un banco de semillas, lo que estamos haciendo es sentar bases para recuperar lo que alguna vez tuvimos, que son nuestras variedades, que se van perdiendo. Nuestros antepasados se alimentaban mejor que nosotros y por eso vivían hasta los 100 años. Eso es lo que queremos recuperar”, dice Rojas poco antes de hacernos pasar a su sala y convidarnos un afectuoso almuerzo andino, con choclo y cuy para empezar la última parte del viaje.
DE LA TIERRA A TU MESA
Esta aventura en Apurímac de tres días nos lleva a soportar alturas y castigar rodillas para recoger historias de resiliencia de los hombres y mujeres que trabajan la tierra. Historias de gente humilde que aporta soluciones, ahí donde los políticos solo colocan problemas. Pasado el mediodía, con el sol radiante bañando los árboles de costado, comprobamos la elasticidad de la famosa expresión andina “aquicito nomás”, cuando nos llevan a conocer la granja de cuyes Chipana. Pensamos que está a la vuelta de la esquina pero llegamos a ella veinte minutos después, con la lengua afuera. El esfuerzo vale la pena al escuchar el simpático concierto de más de cinco mil cuyes chillando y ver sus ojitos, como pepitas brillantes, que se congelan ante nuestra presencia.
El tramo final es la cosecha de papas nativas en la zona de Patahuasi, que termina con una deliciosa “huatia”, en la que las papas son cocinadas en la tierra. Estas papas que hemos ayudado a desenterrar pueden llegar a tu puerta en Lima en dos semanas, gracias al proyecto Agrobiodiversidad-SIPAM. La historia empezó en pandemia, cuando muchos productores en Huayana y Tumay Huaraca empezaron a mandar toneladas de alimentos a la costa, de forma solidaria, para apoyar a las ciudades. La experiencia la llamaron Apachicuy y fue una satisfacción moral enorme para ellos.
Gracias a Agrobiodiversidad y la marca Agrobio, ellos pueden hoy vender sus productos a Lima con el aplicativo para smartphones Kusikuy (“alegría”, en quechua). Paltas como las de Silvia o papas como las de Víctor, entre muchas otras opciones, pueden ser encargadas por la app como si se tratara de un supermercado. La ventaja es que al cortarse la cadena de intermediarios, el campesino recibe un mejor pago por su producto y la señora Silvia tiene unos soles extras para costear en Lima el cuarto y los estudios de su hijo, futuro ingeniero de la UTEC. Todo lo que su tierra produce está dirigido a convertirlo en el mejor de sus frutos: un profesional. /
Para preservar la diversidad genética de los productos andinos existe la costumbre ancestral de crear bancos de semillas. el de Víctor Rojas contiene variedades de Papa, quinua y maíz, entre otros, que conserva Para épocas de vacas flacas. Estas semillas pueden ser intercambiadas, prestadas o incluso vendidas a los locales, para que cultiven y las variedades no se pierdan. Al final del proceso, pueden devolver nuevas semillas al banco.