Dorila Alvarez Navarro (56) es enfermera en el Hospital Militar Central, y es mi madre. No la abrazaba desde el 28 de febrero de 2020, cuando nos despedimos en el aeropuerto internacional Jorge Chávez, porque partía a Europa por dos semanas. Regresé de la entonces cuna del coronavirus, y cuando acabé mi cuarentena, la distancia social ya se había instalado en casa. Al principio me aliviaba saber que la unidad de Cirugía General, donde es jefa de servicio, no es considerada área COVID-19. Conforme va actualizándose la información, es motivo de preocupación: la persona que ella y su equipo estén atendiendo, puede estar infectada.
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Su equipo de protección consiste en dos mascarillas (quirúrgica y N95), protector facial/lentes, tres prendas (uniforme, mameluco y mandilón), dos gorros (de tela/quirúrgico y del mameluco) y un casco. Muchos de estos implementos, que deben cambiarse cada (poco) tiempo, han sido adquiridos por cuenta propia. No hay tiempo ni energía para reclamos. Si bajas la guardia, pierdes. A eso se suma dos duchas: cuando llega y cuando sale. Eso ha ayudado a que su equipo -por suerte y hasta le fecha- no se haya contagiado. También implementó una serie de medidas en casa. Cuando llega de trabajar, deja los zapatos cerca a la puerta para desinfectarlos con lejía y alcohol. Descalza y aún con mascarilla, va a ducharse por tercera vez. Recogemos su ropa para lavarla inmediatamente. Una vez aseada, y manteniendo distancia, nos cuenta con entusiasmo -que a veces me cuesta entender- sobre su día.
En estos meses tuvimos tres grandes sustos. El primero fue en el día 46 de cuarentena (30 de abril de 2020), cuando hubo sospechas por parte de colegas de unidades aledañas. El resultado salió negativo. De pronto, ya no nos incomodaba tener lágrimas en el rostro. El segundo fue el 16 de febrero. Mi mamá presentaba síntomas (dolor de cabeza, de garganta y de cuerpo) en la semana que podía recibir su primera dosis de la vacuna de Sinopharm. “No podíamos tener tanta suerte”, pensé. Lo único que pedía era que la enfermedad sea leve, para poder cuidarla en casa. Se aisló por unos días. La veíamos solo cuando se dirigía al baño. Por protocolo del hospital, debía hacerse pruebas de descarte: tanto la prueba rápida como el hisopado salieron negativos. El colesterol alto y el cansancio físico (no ha dejado de trabajar en todo este tiempo) explicaron, días después, los síntomas. La vacunaron el 23 de febrero. Finalmente pudimos abrazarla. La última alarma pasó la semana pasada: mi hermana y quien escribe esta nota amanecimos con dolor estomacal y fiebre alta. ¿Podía tratarse de una desafortunada coincidencia? Sí, pero también había un 80% de probabilidad (fue el porcentaje que usó el médico) de habernos contagiado. El personal de salud sabe qué hacer cuando hay un caído. Eso cambia cuando ese enfermo es un familiar o alguien cercano. Mi mamá debió lidiar con el lado maternal de querer estar cerca y la de un personal de salud, que sabe que debe monitorear al posible enfermo con COVID-19 con distancia. El resultado negativo de una prueba de antígeno devolvió el aliento en casa.
Con este virus, ciertamente, no se puede bajar la guardia. Sin embargo, hubo algo que -en los días donde nos mentalizamos que el virus finalmente había llegado a casa- me tranquilizó: “ustedes (mi hermana y yo) son guerreras. Han estado en contacto con virus y bacterias desde que nacieron. No las van a tumbar así nomás”. Suele decir con orgullo que siempre estuvo en la boca del lobo: hizo sus pininos en plena epidemia del cólera, atendió a militares heridos en el terrorismo, le ha hecho frente a la influenza AH1N1 y ahora, al coronavirus.
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A mediados de este mes le toca su segunda dosis. Cuando llegue, finalmente regresará la calidez que la pandemia nos arrebató. //
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