Todos tuvimos un amigo así en el colegio: un enano que la rompía. Un bajito que pasaba desapercibido si competía con el más querido, el más estudioso y —claramente— frente a ese ejército bullero de palomillas. El petiso que no sale en la foto pero está en la memoria. Y aunque cada grupo tiene detractores, envidiosos que luego resuelven sus diferencias con un ron de campamento, el que no tiene contra siempre es él. El más chiquito, el más flaquito, el más niño. El Edison Flores que todos defienden porque juega como nadie al fútbol, porque ahí siempre te salva y porque es de los tuyos.
Cuando un pichón de crack crece no solo le cambia la voz: debe modificar su dieta, sus horas de sueño, su rutina de gimnasio. Es el tránsito de pistero a atleta. Quienes conocen la historia de Edison desde que tomaba tres carros para ir de Collique hasta Lurín, su sueño de jugar alguna vez en la ‘U’, responden siempre lo mismo. Flores quería. Le faltaban monedas, chimpunes, un buen postre pero le sobraban ganas de aprender, de entrenar, de crecer. Y algo más importante, acaso la única medicina contra la pobreza: su eterna sonrisa de bebe.
Yo pensaba que él nunca se haría adulto, hasta que un día lo escuché en las oficinas de AGREF hablando de la casa que quería comprar para su familia.
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En un fútbol geopolíticamente destrozado —Cienciano es un milagro, el Callao resiste, la ‘U’ y Alianza mueren cada domingo—, la historia de Edison Flores Peralta es una rareza y un ejemplo. Y debe ser contada millones de veces en colegios y gerencias no para aplaudirlo, pedirle prestado su nombre para una loza o darle portada: para espejo. ¿Cuántos Orejas hay allá afuera, pateando una pelota vieja frente a un kiosko donde salen sus héroes? ¿Cuántos creen que jugar un Mundial, es decir, ser el mejor en lo que uno hace, es un imposible? Miles. Cientos de miles.
No basta con ser bueno. Hay que probarlo: Edison Flores juega como si la pelota le perteneciera y el único objetivo fuera hacer un gol. Tiene energía y pie para controlar la pelota una semana pero descarga y lo más importante, patea al arco. Si Paolo Guerrero está en un altar es básicamente por eso: el goleador histórico de la selección hizo 5 goles y nos puso en zona de repechaje rumbo a Rusia. Flores, sin ser ‘9’ ni tener ese físico, también anotó 5 y la sensación de insustituible tenía relación directa con sus números, no con su peinado o su automóvil. Además, puede jugar donde quiere: izquierda, derecha, el medio. Cabecea. Y si lo patean, ríe. Y si debe ir al banco —como en la Copa América de Brasil en que fuimos finalistas—, motiva al titular. Insustituible por unanimidad (13 goles en 52 partidos oficiales con Perú), milagro en el país dividido por hinchas de equipos que todavía se insultan por saber cuál es el menos perdedor.
Un equipo de fútbol se parece mucho a un salón de clases. Sentado en su carpeta de siempre, con su mochila al pie y mirando el reloj para salir a jugar fútbol en el recreo, está siempre el más chiquito, el más flaquito, el más niño. Siempre hay un Edison Flores. Un Orejita que, en un pestañeo, acaba de cumplir 27 años, de pronto es un adulto que ya no habla de resonancias sino de ecografías y hoy es uno de los futbolistas bandera de Perú. Cuánto tiempo ha pasado. Cuánto le ha pasado: a finales de mayo será papá de una niña que ya tiene nombre y nombre de poeta, Alba Flores Siucho. Y en ella, crucemos los dedos, garantizada la eternidad de su juego, su transparencia y su apellido.
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