En el juego de la vida tan importante como ganar es saber manejar las derrotas de manera sana, sin patear tableros o atacar al árbitro. Evidentemente, no existe la persona que le encante perder: es una sensación desagradable y pasajera que nos invade y que cuesta ocultar. Y aunque un poco de piconería puede ser un motivador para el logro, lo que hay que entender es que fallar tiene consecuencias que escapan a la voluntad y tienen una raíz biológica.
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Cuando fracasamos en un logro, el que sea -perder dinero en una apuesta, fallar en el examen de admisión o una final deportiva, etc.- nuestro cuerpo responde de forma automática disparando al flujo neurotrasmisores como el cortisol que hace que nos sintamos mal y estresados. Nos sube la presión sanguínea, el rostro se tensa, el vello se eriza, los músculos se endurecen. Es la forma que tiene el cerebro de preparamos para la lucha o para la huída, dicotomías que enfrentaban nuestro antepasados hace millones de años cuando buscaban comida. Por eso el que no sabe perder busca instintivamente la pelea.
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Ser adulto implica manejar las emociones a niveles socialmente aceptados. Nada más terrible que un adulto haciendo un berrinche. Y esas competencias se aprenden en el hogar. “Si has crecido en un ambiente familiar estricto, que no acepta las derrotas, te va a ser muy difícil que aprendas a perder o que veas a las derrotas como lo que son: oportunidades para analizarse uno mismo, ver que hicieron los demás y tratar de hacerlo mejor”, dice la Dra. María Elena Escuza, directora de Psicología de la Universidad Norbert Wiener.
Entornos ultra competitivos suelen generar malos perdedores. Lo vemos mucho en el deporte, algo paradójico dada la naturaleza del mentado “espíritu deportivo”. Ahí están los ajedrecistas furiosos que barren tableros después del jaque, los tenistas que rompen sus raquetas o los futbolistas que consideran una humillación llevar medallas de segundo puesto. La vida en sociedad, sobre todo en ciudades, genera competencia. Adjetivos como “fracasado” o “perdedor” suelen estar entre los más hirientes.
Los niños aprenden a perder en el juego diario. Si bien ganar es importante, porque refuerza su autoestima, perder con una sonrisa, felicitar al ganador y no boicotear su triunfo es una habilidad igual de importante para su vida futura. “Perder te puede chocar un poco al comienzo, pero al final tenemos que aprender a demostrar capacidad de resiliencia, sobreponernos y seguir adelante”, anota la Dra Escuza. Saber ganar es otra habilidad importante: nunca se debe tolerar la mofa o la arrogancia contra el que pierde.
Cuando los adultos no saben perder
Un adulto que no sabe perder no tendrá una buena calidad de vida. Su personalidad lo privará de amigos o relaciones significativas. Lo bueno es que hay formas de aprender esta habilidad aun a edad tardía. “Lo fundamental es que la persona sea consciente que tiene esta característica de personalidad; si reconoce que tiene un problema de ira, de manejo de emoción o frustración, tenemos el 50% del problema resuelto”. A nivel clínico esto se puede tratar en terapia con un especialista.
También formas de auto educación. Hay tutoriales y cursos en YouTube sobre técnicas como el mindfulness, el yoga o el tai chi que son ejercicios en los que se aprende el auto conocimiento, la meditación y relajación, muy recomendado para personas con problemas de ira por perder que necesitan una forma de bajar las revoluciones de su mente.
Algunas pautas para empezar a aprender a perder:
Comprender la frustración: Es la emoción que sucede cuando fallamos en un logro. No se puede evitar, porque escapa a la voluntad, pero si se puede manejar de manera positiva. Si un niño se frustra no es recomendable gritarle o minimizar su sentimiento o decirle “no te enojes”. Se corrigen conductas, no emociones. El adulto debería tramitar su frustración con inteligencia y hasta con elegancia sí se puede. Si el enojo es muy fuerte, quizá lo mejor sería expresar que se está molesto. Darse unos segundos para calmarse y no actuar con “cabeza caliente”.
Respetar los resultados: quien entra a un juego, desafío, concurso o carrera lo hace aceptando unas reglas establecidas de antemano y la posibilidad, incluso, que haya una persona juzgando las performances (árbitro, jurado). Se debe entrar a competir con la convicción de que el resultado puede que no nos favorezca, no importa cuan confiados estemos. Eso nos da la capacidad de prepararnos ante un resultado inesperado.
Escoger bien las batallas. Ganar es importante pero no debería empujarnos al sinsentido de querer ganar por ganar. Ante una situación de fracaso es importante determinar el real valor de lo que sea que estaba en juego. Con frecuencia el valor de lo disputado no amerita el enojo. Si fuera ese el caso, una derrota nos debería enseñar el valor de la perseverancia.
Aprender a dejar ir. La constancia y la motivación son importantes cuando se quiere ir detrás de un sueño. Se dice con frecuencia que el que persevera alcanza, pero esto no es una ley escrita en piedra. Ante la realidad del fracaso continúo, no debería hacernos sentir mal abandonar ese sueño o carrera y enfocar nuestras energías en un logro que nos brinde más satisfacciones.
Asumir el duelo. En caso de pérdidas grandes, como puede ser la muerte de un familiar, la quiebra de un negocio, la pérdida de una competencia cerrada, es natural que nuestra psicología entre en un proceso de depresión y duelo. Poco puede hacer acá la fuerza de voluntad. Lo importante, si se está en ese trance, es comprender que no es eterno. Que es un proceso con pasos (negación, ira, negociación, depresión y aceptación) que no son eternos. Eventualmente nos sentiremos mejor. En caso no se puede superar la pérdida, es urgente consultar con un especialista. //
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