Vastos y fértiles valles, paisajes como cuadros impresionistas, rutas que cruzan, casi en silencio, pueblos mágicos, ocultos a la memoria de los hombres, caminos de tierra y piedra que retienen secretos de peregrinos ancestrales, un silencio inmenso como la promesa de volver. Era 2017 y el joven Nicolò cumplía uno de los sueños de su vida: recorrer el Camino de Santiago, ruta mística de bucólica estirpe que pone a prueba la resistencia y la fe a lo largo de numerosos poblados españoles y que tiene como meta final la catedral de Santiago de Compostela, en La Coruña, España.
Después de aquella experiencia, volver a la oficina de la importante trasnacional para la que entonces trabajaba, parecía como hacerlo a una incubadora que le cortaba las alas y que solo le permitía ver un mundo pequeñito, casi como el que habita en esas cajitas musicales que agitamos para que caiga nieve o para que algo más se mueva dentro. Pero su alma se había inquietado ya de modo irrefrenable. Nicolò siempre se había preguntado qué hacer con su vida, desde joven, cuando caminaba en las calles de su natal Vicenza, una ciudad con poco más de 100 mil habitantes, acariciada por el aliento de las montañas que le abren la puerta a los Alpes y cercana a la seductora Venecia. Cuando volvió del Camino de Santiago, lo supo bien. Siguió trabajando con el mismo éxito de siempre –estudió Economía y tiene una maestría en marketing- pero sus objetivos habían cambiado. Ya no quería hacer carrera allí, sino ahorrar dinero para emprender un nuevo viaje que le permitiera, como el que ya había hecho, conocer gente sencilla, lugares pequeños, casi desconocidos, paraísos alejados de las postales turísticas en los que la gente se aglomera como si fueran el único destino posible. “Entonces, decidí que quería un camino más largo. ¿Cuál sería ese camino? El que alcanza el mundo”, nos cuenta hoy Nicolò Guarrera. De ese modo, a pesar de que era consciente de que le faltaban recursos, experiencia, contactos o información sobre los lugares que quería visitar, durante más de dos años se dedicó a recopilar esos datos, reunir coraje y armar un presupuesto que le permitiera iniciar el sueño de su vida: recorrer el mundo a pie. Hoy, un año después de haber salido de Vicenza, y tras haber superado los desafíos de la geografía europea, el océano Atlántico o el ancho entero de Panamá, nos habla desde la tranquilidad que le da otro recorrido terminado con éxito: el desierto de Sechura, en el norte de nuestro país.
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Se hace camino al andar
“Solo pensé buscar cuál sería la manera más práctica de viajar con las cosas suficientes para la ruta. En Internet encontré gente que viajaba como yo quería y se habían conseguido un cochecito para llevar ahí todas sus cosas y poder estar livianos y cómodos en trayectos largos y pesados –nos cuenta-. Conseguí el cochecito –que bauticé “Ezio”-, diseñé una ruta con los lugares que quería conocer y entendí que la experiencia solo se gana viajando”. Entonces, renunció a su trabajo y programó su fecha de salida para el 3 de mayo del 2020. Sin embargo, toda su preparación no contaba con un poderoso inconveniente: el inicio de la pandemia del coronavirus. Frenado a causa de la cuarentena, tuvo que calmar la impaciencia de dos pies que querían ya volar. Tres meses más tarde, el 9 de agosto, pudo al fin partir, con la venia de unos padres comprensivos, e iniciar un proyecto que ha llamado “PieRoad”, lo que en nuestro idioma puede interpretarse como “Camino a pie”.
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Para mediados de noviembre ya había llegado a España, tras atravesar la llanura Padana, al norte de Italia, los Apeninos, Mantua, Cinque Terre, La Spezia, el Valle de Orcia, la Riviera de Liguria, Niza, Montpellier y la Riviera francesa, los Pirineos –donde sobrevivió a una cruel tormenta de nieve- y lograr un retorno al Camino de Santiago en el que nació este sueño. Luego, atravesó España. Mesetas, llanuras, montañas, carreteras asfaltadas, trochas, pasajes olvidados, lluvias, nieve, truenos y otros retos que es posible encontrar en cualquier manual de supervivencia salieron a su paso y fueron superados. Como Cristóbal Colón cinco siglos antes, salió del puerto de Huelva –el antiguo Puerto de Palos- rumbo a las Islas Canarias y, desde ahí, rumbo al Caribe. “El hecho de llegar al final de Europa, caminando desde mi casa, después de 3 meses y 3 mil kilómetros, fue una tremenda experiencia. Cuando llegué allí, al mar que esperaba tanto, fue una satisfacción increíble, muy grande”, recuerda Nico.
“En Europa logré encontrar la temporada perfecta, a pesar del Covid –continúa-. Salí en agosto y llegue al final de España a mitad de noviembre. En aquel periodo, justo llegué a España y cerraron Francia. A la mitad de España cerraron Italia y, cuando llegué al final de España y partí a Gran Canaria, cerraron España. Siempre cerraban lugares un poco atrás mío”, cuenta aliviado. En Palmas de Gran Canaria conoció a un australiano que acababa de comprar un pequeño catamarán de 12 metros que quería llevar hasta su país. Justo necesitaba a dos personas que lo ayudaran a mantener bien la embarcación para cruzar el Atlántico. Nico y otro joven polaco se unieron de inmediato a la travesía. A pesar del estrés, de la falta de privacidad y de lo duro que fue realizar actividades que no había hecho nunca antes y convivir con dos personas que no conocía y que hablaban otros idiomas, considera los 33 días que pasó entre las islas españolas y Santa Lucía como lo más impresionante del viaje. “Aprendí a solucionar problemas que antes no había tenido. Vi ballenas, delfines, tiburones, todo tipo de peces o aves que no conocía y vi también cómo cambiaba el mar durante los días y durante un mismo día. Esta fue, sin duda, la experiencia más impactante”, reflexiona.
Esto sucedió entre diciembre del 2020 y enero de este año. Tras llegar a Santa Lucía, ya en las Antillas, y despedirse de sus compañeros de ruta, pasó un mes más recorriendo el Caribe. Martinica, Dominica, Guadalupe, Montserrat, Antigua y Barbuda o Jamaica estuvieron entre sus destinos antes de llegar a Panamá, país que cruzó de costa a costa, siempre a pie. Fueron poco más de 90 kilómetros en dos días.
A paso veloz
Una vez en Panamá, decidió modificar temporalmente su modalidad de movimiento. Había caminado, corrido, nadado un poco, viajado en bote o catamarán. Esta vez tocaba volar directo a Quito. ¿Por qué no pasó caminando de Colón a Bogotá, por ejemplo? Porque entre ambas ciudades está el peligroso Tapón de Darién, el denso bosque que interrumpe la carretera entre Panamá y Colombia por más de 100 kilómetros y que está tomado por narcotraficantes y mafias de trata de personas, un riesgo que, por supuesto, Nicolò no estaba dispuesto a tomar. El calor y otras dificultades extremas han hecho que quienes han estado por allí –y sobrevivieron para contarlo- lo califiquen como “un infierno”. Ya desde los tiempos de la Conquista fue infranqueable para españoles o portugueses que murieron víctimas de su ambición y su desconocimiento de aquella región inhóspita. También quiso evitar la parte sur de Colombia tomada por remanentes de las Farc. Así, llegó con calma a Quito –donde se vacunó contra el Covid- y pasó también por Guayaquil, todo ya a pie y acompañado del fiel cochecito Ezio, donde lleva su carpa, un sleeping bag, un colchón inflable, una cocinita de campo, una olla, algo de ropa, un celular con GPS, baterías, comida, agua, repuestos para el mismo Ezio y una pequeña farmacia ambulante.
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“Una de las cosas más graciosas que me sucedió fue comprobar que en cada nuevo pueblo te decían que el anterior era peligroso y que el suyo es mucho más tranquilo. Felizmente, aparte del robo a un taxista que me llevaba a comprar unas zapatillas nuevas en Guayaquil, nada malo me pasó en la ruta”, cuenta Nicolò quien, tras pasar el Puente Lalamor –que une Loja y Sullana-, ingresó a territorio peruano hace 20 días, dispuesto a atravesar otro de los grandes retos de su extenso periplo: su primer desierto.
Al poner pie en Sechura, Nicolò tuvo tiempo de recordar muchas de aquellas preguntas fundamentales que se hacía en los primeros días de su viaje. Dar la vuelta al mundo ¿Qué es? ¿Cuántos kilómetros son? ¿Dónde voy a pasar el tiempo? ¿Qué dificultades encontraré? ¿Qué otros desiertos hay? ¿Cuánta agua será suficiente? ¿Cada cuánto tiempo hay un pueblo? ¿Hay guerras? ¿Hay conflictos? En el poco tiempo que lleva aquí, Nicolò ya conoce mucho más del país que muchos de nosotros. Ha aprendido, además, grandes lecciones e, incluso, ha sembrado árboles de tamarindo. Todas sus vivencias serán incluidas en un libro que ya prepara y que publicará una vez que vuelva a casa. “Estoy compartiendo y aprendiendo mucho de las personas que me han hospedado en la ruta –nos cuenta- como el amigo que me aloja ahora en Chiclayo, porque en tiempo de pandemia, de Covid, no me esperaba eso. Familias o personas le abrieron la puerta de su casa a un desconocido que todas las veces llega cansado, sucio, pareciendo un vagabundo. Me dejan entrar en su hogar, me dan de comer, de beber, ducha y cama. Y eso me ha pasado, en un año, unas 40 veces. Ha sido algo totalmente inesperado y que me enseñó muchísimo sobre la hospitalidad y la bondad de la gente. El mundo es un lugar maravilloso. Hay un 99.5% de personas que son buenas y es increíble descubrirlo y seguir haciéndolo cada día, cada vez, es fantástico. Es una de las satisfacciones más bonitas de este viaje”.
Mientras escribo este texto, él ya está caminando junto a Ezio en la ruta que une Chiclayo y Trujillo. Luego, espera llegar a Chimbote, Huaraz y, en un par de meses, también a Lima. Tiene muchas ganas de conocer Chan Chan, acercarse un poco al Huascarán, tener cuidado en las calles del Callao y disfrutar las playas de Miraflores. Más tarde, espera llegar a Arequipa, Cusco, Machu Picchu, Bolivia y Chile, antes de cruzar hasta Sidney, Australia -”si puedo, en una embarcación, si no es posible, será en un avión”-, para luego continuar su viaje emulando a Marco Polo, a través de exóticos parajes asiáticos que espera completar en poco más de dos años, antes de volver a casa, lo que tiene proyectado hacer, aproximadamente, en setiembre del 2024, tras viajar por más de 33 mil kilómetros. Hablar italiano, español, inglés y algo de francés lo ha ayudado a sobrevivir en gran parte de la ruta, aunque su principal idioma es la fe en el mundo.
Sabe que otros han emprendido estas travesías enarbolando distintas banderas, como la lucha contra la pobreza, la paz mundial, la igualdad o los derechos humanos. Nicolò tiene un ideal más sencillo –pero no por eso menos importante- aprendido gracias a una frase que leyó en El idiota, de Fiodor Dostoievski: “Solo la belleza salvará al mundo”. Él, entonces, se preguntó, ¿Y quién salvará a la belleza?, para luego responderse: “La lentitud”. Pero no la lentitud como un término negativo, como una demora, sino como la capacidad de observar con pausa, paciencia y calma el mundo sobre el cual damos nuestros pasos. Para él, es la lentitud la que salvará la belleza y lo hará a través de la diversidad, “porque si te mueves despacio puedes ver cómo cambian las cosas, cómo se diferencia la una de otra y cómo son bellas. Así se puede salvar la belleza, descubriéndola a través de la lentitud”, confiesa, con la sonrisa franca de quien lleva ya en los ojos más horizonte que pupilas.
“Hay gente que se sorprende, porque me dice, “Bueno, caminas todos los días, todos los días es igual”. No, no, nunca es igual. Todos los días pasa algo sorprendente. No hay ningún día igual a otro. Imposible”. //
Pieroad Una vuelta al mundo, a pie
“En busca de la lentitud, el secreto para acceder a un contacto concreto”
Puedes seguir su viaje en Instagram: https://www.instagram.com/pieroad____/ o en su página web: pieroad.it
Allí puedes también hacer donaciones y contribuir a que Nicolò Guarrera continúe su ruta sano, salvo y bien alimentado.
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