En junio de 2020, durante el primer pico de la pandemia de COVID-19, Eloy Jáuregui enfermó. El poeta y periodista peruano nacido en 1953 había estado reportando el avance de la enfermedad en algunos hospitales de Lima para un libro, entrando y saliendo de emergencias, y el precio que tuvo que pagar fue su propia salud. Con el temor de estar experimentando sus últimos días, mantuvo una conversación con Somos sobre su estado que resultó tan extensa que no pudo ser publicada en su totalidad. La parte que se hizo pública se centró en su experiencia al enfrentar la enfermedad. Sin embargo, Eloy sentía la necesidad de abordar muchos otros temas. Deseaba dejar un testimonio de su vida, lo que llevó a la conversación a extenderse por casi dos horas. Los siguientes fragmentos nunca vieron la luz pública. En ellos relata su trayectoria vital, sus primeras pasiones, su amor por el cine, por la bohemia y, por supuesto, la poesía. En homenaje al maestro cronista, autor de más de treinta libros, quien falleció ayer a pocos días de cumplir 70 años, publicamos esta inédita charla a manera de tributo.
Ahora que estás enfermo y mirando hacia atrás en tu vida, ¿qué es lo que ves?
Sin exagerar, creo que he sido el hombre más feliz de la tierra. Y eso es porque vengo de una familia que se ha querido mucho. Eso no ha cambiado. Ahora estamos todos en grupos de Whatsapp, los primos, los tíos. Mis abuelos nos enseñaron a querernos. Cuando nacía alguien era un jolgorio. Y cada velorio era la cosa más dolorosa. Al muerto lo llorábamos un mes. Mis amigos no entendían cómo una familia podía ser así, por qué nos tratábamos solo con diminutivos. Ya parecíamos huachafos. Pero no solo eran palabras, eran prácticas. Éramos una mafia de bondad y generosidad.
¿Cómo era tu barrio de Surquillo cuando eras niño?
Surquillo era como la oveja negra, pues. Vivíamos rodeados de los barrios pitucos de la ciudad: Miraflores, San Isidro. Pero el nuestro era un barrio de operarios, de gasfiteros y zapateros. Eso éramos. Éramos gente pobre pero muy contenta.
¿Qué lecciones te dejó vivir ahí?
Ser achorado, recontra bravo, pelotero, billarista, borracho, cantante de boleros, pero ante que eso, Surquillo me enseñó a ser generoso. Soy pegado a los amigos y a la familia. Eso es una práctica de la moral. Se llama ética. Si yo tengo algo, lo comparto. Soy feliz a mi manera. No tengo propiedades, pero tengo mis libros, mis discos, mis películas. Tener amigos es mi fortuna.
Creo que también tienes algunos enemigos…
Tengo un par de desgraciados por ahí que me odian pero así, a muerte. Me quieren ver muerto. El resto sí son mis amigos.
¿Por qué te odian?
No sé. Por ahí no les caigo bien. No les gusta lo que digo, ni lo que escribo. No piensan como yo. Yo soy una persona de izquierda, siempre estoy denunciando la desigualdad social, la injusticia. Quizá eso les molesta.
¿Tus papás a qué se dedicaban?
Mis papás vendían libros. Libros usados, enciclopedias. Tenían una librería que quedaba en un zaguán en una quinta en Jr. Azángaro con Colmena. Y de ahí nos íbamos al Bar Queirolo con mi papá a comer todos los días. Yo estudié en la Gran Unidad Escolar Ricardo Palma y luego entré a San Marcos. La biblioteca a la que iba quedaba en la cuadra 8 de Ricardo Palma, y me gustaba ir porque tenían los libros esenciales que no vendía mi padre.
¿Qué libros eran esos?
Literatura inglesa. También tenían a Emilio Salgari, Mark Twain, los clásicos franceses. Y las señoritas que atendían ahí eran bien simpáticas, eran las típicas miraflorinas, así que obvio que ahí estaba yo, apuntado. Yo era su engreído. También he sido pelotero, y muy bueno. Una vez me rompieron la pierna jugando y estuve un año entero sin caminar. Solo escuchaba radio. Así fue como me hice aficionado al medio. No hacía nada más que escuchar radio. En esa época, años 50, la radio era otra cosa. Cada estación tenía su auditorio y los mejores artistas tocaban en vivo. Lo bueno de mi casa es que nunca compraron televisor.
¿Cómo puede ser bueno eso?
Es que así teníamos más tiempo para leer y escuchar música. E ir al cine. Por mi casa había cinco cines. Solía hacer cualquier tipo de cachuelo en mi cuadra para poder tener un dinero y comprarme una entrada al cine. Y veía de todo: Hollywood, películas del neorrealismo italiano, de la nueva ola francesa.
¿Cuál fue el libro que te marcó primero?
“Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana”.
Ah, pero eso es cuando ya estabas grande.
¿A tu decías de niño? Fue “Tom Sawyer” de Mark Twain.
¿Y la primera película que te impactó?
“Ben Hur”.
¿Recuerdas dónde la viste?
En el Cine Primavera, que quedaba frente a mi casa. “Ben Hur” era todo, un espectáculo soberbio. Y es una película integral, completísima. Es como un gran fresco de una época. Ahí descubrí yo de historia, religión, poder político, esclavitud, el amor, el ardor. No el ardor que siento ahora que estoy enfermo, pero sí el ardor erótico.
Se habla mucho de que la película tiene un subtexto especial, que los cristianos no siempre lo captan.
Sí, claro. Totalmente. Entonces ahí fue que me hice un enfermo del cine norteamericano, de las grandes producciones también de esa época. Mis amigos me decían “cínico” porque me gustaba el cine.
Hemos hablado de muchas cosas hasta ahora pero no de poesía. ¿De qué forma llega la poesía a tu vida?
Por las lecturas que tuve en casa. Mi padre era un gran lector de poesía, admirador de Vallejo. Leer a Vallejo me enfermó. Me dio fiebre tifoidea.
¿Cómo puede ser posible eso?
(Risas) No miento. Eso me produjo. En esa época, Vallejo no era popular. Era más bien un poeta underground. Cuando yo era niño, el poeta de referencia era José Santos Chocano. De Vallejo decían que era un cholo cochino. No lo consideraban. Pero mi papá me dijo “léelo”. Así que un día me puse a leer “Los Heraldos Negros” y en la noche ya no pude dormir. Me subió la fiebre. Al día siguiente, me llevaron al doctor y dijeron que tenía tifoidea. Una “tifoidea vallejiana” que me duró como sesenta días. Ahí me hice fanático de Vallejo. Me lo sabía de memoria.
¿Y el primer poema que escribiste, cómo llegó?
Debe haber sido a los 13 años. Comencé a conocer a otros poetas, sobre todo los ingleses: Yeats, Keats, los metafísicos, cada uno con un ritmo distinto. Luego en mi casa tuve clases gratuitas de poesía con los mejores. Mi padre organizaba todos los domingos almuerzos. Venía Alejandro Romualdo, Gustavo Valcárcel, que eran amigos de mi papá porque les prestaba libros. A las 11 am llegaban los poetas y yo, sentado en el piso, los veía y aprendía. Por ahí les traía su chela, su vino. Almorzaban y luego seguían chupando. Luego, por la tarde, llegaban los músicos. Mi papá era amigo de Raúl García Zárate, de Jaime Guardia, de Máximo Damián, y se armaban unas jaranas impresionantes que duraban hasta el lunes. Mi mamá en las mañanas preparaba unos caldos para que se vayan reforzados. Me olvidaba de José María Arguedas. El maestro llegaba en su Volkswagen y se ponía a cantar. Cantaba bien bonito. Todas mis tías estaban enamoradas de él.
¿Ser de Surquillo y “tener barrio” lo viste alguna vez como una incompatibilidad con tu sensibilidad artística? Por ejemplo, ¿qué decían tus amigos bravos de la pichanga de que fueses poeta?
No, nada. En Surquillo había dos tipos de muchachos. Los que son lúmpenes, pues, y había otro sector de muchachos que estudiaban mucho, que eran los profesionales, los ingenieros. A pesar de los callejones y las quintas, nosotros estudiábamos bastante. Mi barrio tenía muchos héroes deportivos, Mauro Mina, Roberto Dávila, los hermanos Anchante, Marcelo Quiñones, campeón latinoamericano de boxeo, hijo de un famoso peleador callejero. A Surquillo, al Bar Triunfo, iba Raúl Porras Barrenechea, con Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, Hugo Neira. Surquillo era una zona de catarsis. En una cuadra encontrabas diez cantantes. Nosotros teníamos los bailes, la comida salteada de los nikkei. Y, por supuesto, el trago. Había uno llamado Socotroco, que era un preparado de cognac con pasteurina y jugo de naranja. Tomabas dos de esos y ya no te acordabas quién eras. Tenías que revisar tu libreta electoral para recordarlo.
¿Nunca te mudaste?
Sí me mudé. Eso fue cuando mi papá se sacó “la tinka” y en 1967 se convirtió en distribuidor exclusivo de “Cien Años de Soledad”. No sé cómo lo hizo. Un día vendió mil ejemplares, al día siguiente 2 mil, y al otro 3 mil. A fin de mes, mi papá había sacado plata suficiente para mudarnos y comprar una casa en la residencial San Felipe. Así fue que, a los 15 años, dejé mi barrunto y me fui a la apitucada “resi”. Ahí tuve que cambiar mi vida también porque yo era un “bocasucia”. De tres palabras que decía, dos eran lisuras.
¿Ahí fue que te vinculaste con los poetas jóvenes de Hora Zero?
Desde que era chiquito yo veía cómo los poetas iban a la librería de mi padre a dejar sus libros. Ahí fue que conocí a Jorge Pimentel, a Enrique Verástegui y a Juan Ramírez Ruiz, en la tienda de mi viejo. Ellos llegaban siempre. Cuando apareció Hora Zero, la prensa les dio mucha cobertura. Eran los chicos rebeldes, los rocanroleros. Muchos querían ser como ellos. Yo ya escribía poesía pero lo hacía en secreto. Les dije para ser parte del grupo, me invitaron a una de sus reuniones en el Bar Palermo. Fue mi examen de ingreso. Mi primer poema lo publicaron en el segundo número de Hora Zero.
¿Cuál fue la importancia que tuvo el grupo?
Con Hora Zero se rompe un poco esa cojudez de que el poeta tenía que ser puro, un santurrón, un delicado, observador silencioso, melancólico. No, nosotros decíamos que la poesía debía ser irreverente, revolucionaria, cambiar el mundo, matar a la burguesía. Nosotros nos tiramos abajo a la poesía de Antonio Cisneros, la de Hinostroza. Por eso tuvimos una repercusión muy fuerte en los jóvenes. Hacíamos el poema de la calle, incorporamos el cebiche, el jugo de papaya, la combi en el lenguaje poético. Porque todo eso era visto entonces como anti poético.
¿Y qué dijeron de ustedes por eso?
Nos dieron duro. Nos sacaron la mierda. Pero igual hemos seguido. Cumplimos 50 años hace poco y nuestra prédica sigue intacta. Con Hora Zero recién el Perú tuvo un canto nacional. Antes, cualquiera no podía ser poeta. Había que pedir permiso. Eso se acabó con Hora Zero. Nosotros éramos unos bandidos. En las marchas contra Morales Bermúdez, en el paro nacional, nos metieron palo. Nos pegaron. Pero igual salieron grandes libros.
¿Cuál es tu sitio favorito de Lima?
Cuando ingresé a San Marcos, el paradero del carro en que regresaba quedaba en la puerta del Bar Queirolo. Entonces yo le decía al conductor “¡baja en la mesa 18!″, no decía “bajan en la esquina”. Llegaba a la 1 de la tarde de la universidad y en el bar hacía turno de tarde, vermouth y noche. Mi mamá me preguntaba “por qué estudias tanto, hijo” (risas). El bar fue mi universidad. Ahí aprendí filosofía, ética, política, aprendi a ser generoso con los amigos. Ahora, el sitio tiene algunas poemas míos en sus paredes. Mi presencia está ahí aunque yo no esté. La gente me lee mientras está chupando una media res. Hora Zero tiene un salón al fondo donde están mis fotos. El Queirolo es la zona más cercana al cielo que tengo. //