En un almanaque colgado en la sala, un imán pegado en la refri o ese viejo televisor sin control remoto que en los 80 -aún- reunía a toda la familia, el apellido del honorable señor Chiyoteru invadió todas las casas peruanas desde que se tiene memoria. Invadía y acampaba: aquella radio National Panasonic la había importado él, el ventilador Philips para el verano tenía su carta de garantía y la última laptop Miray para las clases durante la pandemia se buscaba en su clásico edificio de la avenida Abancay y tenía, en algún lado, su sello. Eran un Hiraoka.
A las casas en el Perú nunca les falta un almuerzo con cebiche, una tarde con Inka Kola y un electrodoméstico Hiraoka.
Los Hiraoka, 58 años de historia
La vida de esta marca, un símbolo de fe, empuje y tradición japonesa-peruana, nació con los sueños del niño Chiyoteru Hiraoka, sentado en su casa de Kumamoto, Japón, mientras le daba sombra un primitivo árbol Ginkgo biloba de 400 años de antigüedad. Una postal bucólica que la familia recordaba en las reuniones familiares, cuando se hacía el recuento de los años. Allí, mientras volvía a descansar de sus clases en la escuela Ryhoku Saibu, Chiyoteru decidió que apenas terminara la secundaria iba a estudiar odontología, el arte de cuidar los dientes, quizá como un guiño sobre lo que sería su futuro en el Perú, detrás de un mostrador al público: la importancia de cuidar la sonrisa. Era 1930. En una foto gigante que está alojada en la casa familiar se lo ve feliz, amable con la cámara, impecable la camisa y perfecto el nudo de la corbata. Y a partir de ese recuerdo, nacen otros. “Mi padre -explica Carlos Hiraoka Torres, gerente general de Importaciones Hiraoka, hijo orgulloso- nos enseñó muchísimo en esa primera tienda en Huanta. Inculcó al personal la práctica de valores y la manera correcta de atender al cliente. No tenía distinción alguna entre los campesinos y la personas de la ciudad”.
Los empresarios que sueñan, como los odontólogos, lo saben: una sonrisa es todo. Como la que regalaba el horonable señor Chiyoteru.
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Lo primero que le ocurrió a Chiyoteru Hiraoka apenas llegó al Perú, en junio de 1933, fue enamorarse de la comida: adiós sushi, chau sashimi, y en cambio una opípara mesa que incluía cebiche, ají de gallina y causa. Luego lo conquistó la pachamanca. Ese fue su primer encuentro con el país, a donde había llegado luego de 45 días de viaje en barco, llamado por la impronta de su hermano mayor Luis. El diálogo es mío, después de haber conversado con parte de la familia: “América es la tierra de las oportunidades”, le dijo Luis. Hacía poco había terminado la Primera Guerra Mundial -noviembre de 1918- y los patriarcas Hiraoka, Tsuru y Tokubei, coincidieron en que el viaje era una idea oportuna. Chiyoteru llegó al puerto del Callao y se convirtió en uno de los tres mil japoneses nacidos en Kumamoto que vivían en la capital. Había que hacer de todo: labores de carpintería, mecánica, peluquería. Todos los oficios posibles. Chiyoteru Hiraoka tuvo que aprender y aunque aquel primer viaje apenas duró un año —tuvo que volver al Japón por motivos familiares—, sabía que en la Ciudad de los Reyes se podía soñar con montar un breve reino.
De vuelta al Perú, en 1938, a punto de detonar las primeras bombas de la Segunda Guerra Mundial, Chiyoteru Hiraoka cumplió 22 años y con los ahorros que tenía compró el boleto en barco para regresar.
Hasta que un día, cuando la vida social, política y cultural de un país todavía se entendía en un periódico y no en Twitter, vio un aviso publicado en el diario de residentes japoneses en el que solicitaban un joven para una casa comercial en Huanta, Ayacucho. Una frase compuesta por hiragana, katakana y kanji, las tres letras del precioso alfabeto japonés, le cambió la vida. Tenía unas monedas en el bolsillo y para leer el aviso completo, entró en una peluquería donde tenían el diario. Lo leyó.
Así llegó a la tienda de Teishi Ichikawa, su primer jefe, el hombre que le enseñó el negocio de la compra y venta de mercadería en Ayacucho. Que, por cierto, y dada su historia, debería cambiar su significado en los diccionarios por la palabra libertad.
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Una casa de adobe, con techo a dos aguas, y un balcón de madera pintada hoy de verde jade, es el testigo silencioso del inicio de Importaciones Hiraoka. Era 1942. Un breve ejercicio de arqueología ocurre cuando se abre la puerta de madera, que mira el cruce de la avenida San Martín y el jirón La Mar, a una cuadra de la Plaza de Armas. Huele a flor de retama: se lo ve a Chiyoteru Hiraoka organizando en los estantes los fardos de tela, ropa de trabajo, sombreros, abarrotes y herramientas para los campesinos. Ese fue el primer negocio solo que emprendió allí, la prehistoria de lo que hoy conocemos como Hiraoka. Solo pero hermosamente acompañado: cuando todavía trabajaba en la tienda Ichikawa como administrador, había conocido a Rosa Torres Galván, hija de una respetada familia huantina, a quien primero le dio el encargo de organizar las cuentas de la caja, y luego, en setiembre de 1941, pedirle que la acompañara toda la vida en matrimonio. Ya entonces, Chiyoteru se convirtió en Carlos, el nombre peruano con el que fue bautizado por sus vecinos y clientes. “Parece que fue ayer -recuerda don Luis Hiraoka Torres, director gerente- cuando veía a mi padre trabajar incansablemenye y a mi madre, apoyándolo como fiel aliada”. Vidal Hiraoka Torres, también director gerente, explica: “Mi padre introdujo ideas, en esa época innovadoras, y que actualmente se conoce como investigación de mercado: ofrecía un regalo y una buena atención sin hacer ninguna distinción económica o cultural”. “Tengo tantos recuerdos de mi querido ‘Pasito’, así lo llamaba de cariño, que sería imposible contarlos todos. Siendo japonés, con una cultura tan diferente a la nuestra, supo adaptarse a nuestras costumbres. Y entonces decía: Soy japonés de nacimiento, pero huantino de corazón”.
Todos esos recuerdos que, desde 1942, la familia Hiraoka Torres, sus ocho hijos y todos sus nietos, repasaban en los almuerzos. Que han convertido en libro de aniversario con detalles y fotografías de otro tiempo, y que podrían volver museo, también. En 1964 los esposos Carlos Chiyoteru y Rosa viajaron a Lima para fundar la primera tienda en la capital, cerca de la calle Capón. Ese edificio de nueve pisos que transformó nuestra geografía: primero fue punto de referencia para comprar todo lo que se inventaba en Japón, luego paradero para nunca perderse en la avenida Abancay y hoy referencia limeña de Google Maps. Desde aquel 9 de setiembre de 1964.
Bajo la frase, "Hiraoka es garantía", la pandemia confirmó que lo que los directores de la firma sospechaban tiempo atrás: el comercio electrónico era una realidad, acercaba distancias y permitía llegar a donde las tiendas de Hiraoka en Lima no alcanzaban. Así, desde este mes, la casa de importaciones de Carlos Chiyoteru ha iniciado un agresivo plan de e-commerce a nivel nacional, con dos provincias a donde ya arriban con todas las condiciones de seguridad los productos Hiraoka: Arequipa y Chiclayo. Dentro de dos semanas, también empiezan repartos hacia Piura y Trujillo. Y en diciembre esperan que Hiraoka llegue a todo el país.
Mi padre compró su primer reloj Seiko en Hiraoka. Desde aquella vez, mediados de los 80, cada vez que tenía una reunión importante, sacaba de su mesa de noche el reloj, lo limpiaba con un paño y le cambiaba la seriedad por una sonrisa. “Lo compré en Hiraoka”, decía, como si ese apellido resumiera con altura la confianza, garantía, el lujo. Como si, desde su compra, ese fuera por decreto el único lugar donde mi familia podría hacerlo. Quizá este allí el gran legado de esta firma peruano japonesa que en unos meses cumplirá 58 años: saber que pase lo que pase, nadie los va a cambiar.