“Dreshwatshiseeshte wreber hhjtwry sshtebeehshte piponbanbabala…”
Las “clarísimas” palabras de José Tola –como las llamó el funcionario municipal que conducía la ceremonia– sorprendieron a más de un vecino miraflorino. “Ay qué es esto, la ayahuasca, mucha ayahuasca. ¡Qué malcriado! ¡Qué malcriado!”, puede escucharse como comentario posterior en un video de aquel día que circuló por redes sociales. La voz de aquella indignada señora que recurría al prejuicio fácil era también la voz de la Lima tradicional de clase media a la que tanto disfrutó perturbar siempre José Tola, con intención o sin ella.
Era noviembre del 2013 y, tras una polémica tan ardorosa como las que siempre lo acompañaron, se inauguraba en el Malecón de Miraflores su obra Silencio, una escultura de más de siete metros de altura que representa muchos de los elementos que fueron parte de su expresión pictórica durante los últimos años. “Asusta a los niños”, “malogra el paisaje”, fueron algunos de los argumentos con los que el conservadurismo más rancio quiso evitar que la estatua se inaugure en ese lugar.
No vamos a reducir la carrera del artista a esa escena, pero esos mismos convencionalismos eran los que Tola despreciaba desde joven, a pesar de haber crecido en una familia de clase media, entre las calles de Chaclacayo y Miraflores de los años 50. De eso se alejó cuando se fue a estudiar Pintura a España, tras lo cual empezó su periplo por Marruecos, Irán, Afganistán, India y Pakistán, a inicios de los 70. Un viaje que, en definitiva, cambió su vida y su perspectiva artística y humana. “Rasca-rasca, mercado negro. Pinto y dibujo. Caravana de hippies carachosos hacia Buda. Burdeles infectos, drogadictos, túnicas y collares. Flower people… ingenuos creyentes. […] El Ganges tiene una capa de mierda de 5 cm que purifica.
Me voy a los Himalayas”, escribió –en febrero del 82, para la revista Cielo abierto– sobre aquella etapa de su vida, llena de vaivenes emocionales y descubrimientos e iluminación artística.
LEE LA NOTA COMPLETA ESTE SÁBADO EN SOMOS