Conocimos a Emilio Obregón (46), economista, director de la Casa Museo del Terror, hace un par de años, el mismo día que nos abrió las puertas a lo que nos pareció entonces la antesala del infierno.
Apilada en seis cuartos de una vivienda ubicada en San Miguel se hallaba una vasta colección de objetos tenebrosos que desafiaban la clasificación y que eran un reto al estómago: había muñecos de películas de terror, máscaras deformes, pinturas enfermizas, antigüedades espeluznantes, chichobellos quemados, payasos diabólicos, tablas de ouija y demás cosas que harían salir huyendo a un exorcista.
Pese a todo esto, Emilio era un tipo tranquilo y amigable, un típico hombre de familia, con hijos, esposa y un pasatiempo. Su apariencia ‘normal’ desafiaba los prejuicios que un dueño de material así podría despertar. No le gusta el ocultismo. No cree en videntes o médiums. Ni heavy metal satánico escuchaba, sino salsa. La casa –en la que no vive, dicho sea de paso– era su refugio de entresemana contra la modorra burocrática y el aburrimiento de Lima.
Esos días terminaron.
-CUANDO LAS LUCES SE APAGAN-
Dos años después, Emilio nos pasa la voz por WhatsApp para que lo busquemos en su museo. Necesita hablar.
Hay cosas raras que están pasando en el que fuera alguna vez su rincón favorito, que le han quitado toda tranquilidad. Nos abre la puerta del sitio, ubicado al fondo de una antigua quinta, y una pequeña marca en su frente salta a la vista. Una picadura de araña ocurrida este año lo dejó fuera de combate por un mes y literalmente lo marcó de por vida, dejándole un diminuta letra “R” en la frente, como extraño recuerdo. “Un día, aquí en el museo, maté una arañón. Y al día siguiente me pica una en mi casa”, dice.
En nuestra nota del 2017 dejamos constancia de que Emilio era el valiente encargado de apagar, una a una, todas las luces de su museo, cuando los visitantes se habían marchado. Para él era un trámite sencillo, recuerda, que ahora ni loco volvería a hacer. Cuando tiene que salir del lugar, prefiere dejar las luces encendidas y apagar la llave general desde la calle.
Todavía más extraño: cuando está solo prefiere poner salsa a todo volumen, algo que nunca hacía, para que el sonido de los metales conjure con su alegre estridencia esa atmósfera húmeda y de por sí pesada.
Todo cambió para Emilio cuando empezaron a llegar “esos objetos”, dice. La gente se empezó a pasar la voz de que había un coleccionista de cosas raras en San Miguel y empezaron a llegar hasta allá para dejarle “objetos cargados” que no querían tener en sus viviendas.
Emilio asegura ser un tipo racional y escéptico, como su formación en números o su trabajo en finanzas de una AFP podrían dar cuenta. Pero han pasado cosas que lo cuestionan. Hay muñecos que se cambian de lugar, dice. Una mañana encontró la pesada gárgola de cemento de su sala girada por completo, cuando nadie más que él tiene las llaves del museo. Estas conforman un pesado manojo de 12 llaves del que cuelgan dos dijes con la imagen de la Virgen María, un cortauñas y una clave token del BCP.
-LA MUÑECA DE VUDÚ QUE NADIE PUEDE VER DOS VECES-
El primer objeto extraño lo consiguió por casualidad mientras compraba antigüedades en Tacora. Un casero, conocedor de sus gustos, le vendió una muñeca horrenda, con cuernos en la frente, pelo humano, manchas de sangre, excrecencias marrones con rostros sobre su cuerpo y una ranura detrás de la cabeza. Le dijeron que ahí se colocaba la foto de una persona.
Desde que la adquirió, es el objeto que más intimida a la gente; tanto, que ha preferido esconderla un poco de la vista de los visitantes. Otro caso raro es el del muñeco de ventrílocuo que le llegó de Estados Unidos. Un tipo allá le escribió para decirle que se lo vendía porque algo pasaba con él. Obregón le respondió que no lo deseaba, que ya tenía varios. Tan desesperado estaba el vendedor por zafarse de él que se lo mandó gratis, con gastos de envío. Emilio no sabe si agradecer o no.
El objeto estuvo embalado meses en un lugar de la casa hasta que alguien que había visitado el museo le contó por teléfono haber tenido pesadillas con un muñeco de ventrílocuo de moño rojo. Emilio no recordaba tener uno con esas características. De ahí su sorpresa cuando, semanas después, desembaló cajas selladas y lo halló, con su distintivo rojizo. Desde entonces siente que el objeto lo mira.
Otra muñeca en su posesión le fue entregada por un sujeto que aseguraba que su hija sentía que la llamaba. No le creyó hasta que él mismo empezó a sentir un llamado como de bebe. Otras cosas de las que Emilio desconfía: una jeringa y una cámara fotográfica, ambas pertenecientes a personas que murieron.
Quien estas líneas escribe, defensor de la ciencia como victoria humana sobre el pensamiento mágico, escucha con atención estos relatos con la distancia que el oficio y la razón imponen. Es verdad que el sitio da miedo, porque el miedo es una respueta humana a lo extraño. La casa museo contiene más de 6 mil objetos, algunos de ellos animatrónicos, que producen ruidos horrendos que asustan. Si los muñecos en verdad se mueven, hicieron como los de Toy Story y permanecieron quietos ese día. Un acontecimiento sí debería agregarse a la bitácora de lo inexplicable. Al terminar la visita, el grueso manojo de llaves de Emilio no aparecía y por algunos minutos sentimos que la casa no quería que nos fuésemos. Por un motivo que no se entiende, las llaves aparecieron al final, como rara broma, en el bolsillo más estrecho de nuestro pantalón. //