Con su guayabera blanca y sus zapatos macarios, sus 29 años y su físico más pellejo que músculo, no se imagina cómo ese hombre, Nicolás Fuentes, puede detener un tren con el pie. Cómo va a detener a una fiera que responde al nombre de Jairzinho, brasileño, que cuando ataca parece disparado como si fuera misil. En la concentración de Perú y en la cabeza de Didí, horas antes del partido con Brasil por la segunda fase del Mundial México 70, hay otras dudas, menos esa. Pueden ir al banco Chito de la Torre o esperar su turno Sotil. Nicolás Fuentes juega. Su virtud es la de los buenos seguros: nunca los miras pero el día en que lo necesites, te pueden salvar.
A los 2 minutos de ese partido, un Perú-Brasil que visto por primera vez en la TV no es ni tan lento ni tan espectacular, Nicolás Fuentes ve avanzar un puma y usa la única arma posible ante semejante peligro: la inteligencia. O la esperanza. Jairzhino ataca con la pelota, pasa a Mifflin y llega al área peruana donde Fuentes lo espera con la fe de los que creen en los semáforos en rojo: en algún momento lo tiene que mirar. Le basta ese segundo para anticipar con el pie, delicado pero firme, y cortar una jugada que es más que eso: es invasión. Tostao, Gerson, Rivelino, el mismo Jair, Pelé. Esos 5 iban al frente en el Mundial del 70. Era suicida salir a perseguirlos. La salud ante estos monstruos -los 5 números 10- dependía de eso que llaman saber correr.
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Nicolás Fuentes nació en Mollendo, en 1941. Fue 4 veces campeón con la ‘U', jugó 17 partidos oficiales con la selección y hasta el día en que se fue, el 28 de octubre del 2015, pertenecía solo a la buena memoria de los viejos. Como tantos otros. Tan perfil bajo que ni siquiera sale en el álbum Panini. Su virtud era la paciencia y el anticipo, tan veloces. Pellizcaba la pelota. Sabíamos que lo llamaban el Cordobés, en sintonía con un torero español elegante y muy famoso de los 70 pero, como la Lima de los tranvías, nos faltaba el recurso audiovisual. Eso que existe solo cuando uno ve. Mi padre decía que no mencionarlo en el equipo ideal de Perú era una grosería: si querías hablar de marcadores, él defendía, que no es lo mismo; y si querías hablar de jugar, Nicolás Fuentes se prestaba, sin problema, pues tenía pasado en Boys y Chalaco como puntero izquierdo. Pues había aprendido de Chumpi, Cruzado y Chale, que no solo lo querían, lo respetaban. Y que todo eso no lo probó en Segunda o un jueguito de Play: entre los 60 y 70 se entrenó en el puesto marcando a Garrincha o Baylón, en esas temporadas internacionales que traían a Botafogo para jugar con Muni, la ‘U’ y Alianza, una Libertadores en chiquito.
En el equipo de fantasía que fue Perú del 70, y más allá de la eliminación de ese Mundial tras perder con Brasil, una de las lecciones más honestas es la que dejó Nicolás Fuentes, el Cordobés. No se necesita un ogro para imponer, ni dar patadas de kickboxing para defender. Por eso, por ejemplo, Edison Flores, ese flaquito humilde que viene en cuerpo de Chorri y patea como Ñol, es el atacante más peligroso del equipo que clasificó con justicia a Rusia 2018. El Perú de Didí, el elegante Perú que llegaba hasta el área prolongando paredes, lo era en todas sus líneas. Se entrenó en el juego y la asociación, que es sobre todo inteligencia, más que en el gobierno de un solo futbolista que agarrara la pelota de su campo y la llevara al otro. O todo o ninguno. Sobre esa idea, fue a los Mundiales del 70 y el 78 y aunque volvió sin Copa ni medallas, se trajo respeto.
Cuando pensamos en el famoso estilo, que no es otra cosa que la forma natural en que un futbolista se comporta en el campo, debemos mirar a Cubillas o Uribe, pero también a Chumpitaz y Nicolás Fuentes. Nos ha ido tan bien en el último tiempo precisamente por eso: por mirarnos en ese espejo.