Un balde de chicha con cucharón, una carretilla de picarones, chicos ya para la tercera edad con su chela disimulada en bolsas de papel, policías latinos tratando de confiscar tragos callejeros, un bar regado de aserrín y una ciudad que bien podría parecer la zona industrial de la avenida Argentina. Todo eso fue el Paterson que conocí en el 2005, cuando los habitantes peruanos se habían volcado a las calles a esperar el corso de la Gran Parada Peruana, una procesión de carros alegóricos como sacados de las láminas Huascarán que solía recorrer Passaic, Clinton y Paterson, la antigua ciudad de la seda, hoy transformada en una reliquia dominada por latinos, árabes y afroamericanos.
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