Rubén Aguilar Asnarán tenía nueve años y una tarde, como si con las manos pudiera hacer magia, selló la última compuerta del Halcón Milenario. Se mordió la lengua. Lo hizo con destreza, pese a su edad: eligió la pieza con precisión geométrica y, sin haber pasado doce ciclos por la UNI todavía, habló en voz alta sobre la necesidad de que los ladrillos elegidos fueran los suficientemente herméticos para que Han Solo o Chewbacca, los otros héroes de su serie favorita, salieran disparados en el primer vuelo sobre el jardín. Era 1990 y en casa se jugaba a Star Wars. Y aunque tenía un manual para armar, unos baldes con calcamonías de las figuras ya hechas y bastante prisa, pues a las 4 siempre salía a jugar con sus amigos al fútbol, el futuro ingeniero Rubén Aguilar había despertado su imaginación con un inofensivo e igualmente fantástico juguete: un set de 250 piezas de Playgo de Basa (1), la respuesta peruana a LEGO, un juego de colección que hoy se rastrea por bodegas antiguas, entre coleccionistas de todo el Perú y pronto, si el señor Elvis Vilca se apura, tendrá un museo. Ese 1990 era solo un juguete. Y ese día, Rubén Aguilar Asnarán empezó a forjar su carrera como ingeniero electrónico, que hoy ejerce en una trasnacional con un sueldo insuperable que sirve, entre otras cosas, para viajar por el Perú con su esposa Ysabel y sus hijos Gonzalo y Flavia.
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