Gerardo Cabrera

Cuando Alicja apareció por la calle Prokuratorska, caminando con sus más de 80 años a cuestas, vestida de blanco y una carterita llena de papeles, no pensé que ella era la viuda del periodista (1932 - 2007), el mundialmente famoso reportero de guerra que muchos estudiantes latinoamericanos leímos en la universidad, y quien este 23 de enero cumplió un año más de fallecimiento entre homenajes, reseñas y también acusaciones de invenciones literarias en sus escritos e incluso de espionaje para el servicio secreto polaco.

Lo que voy a contar sucedió en julio de 2019. Lo hago ahora, porque ya pasó la emoción del momento y he terminado de leer por segunda vez el libro “El día que murió Kapuściński” del periodista Ramón Lobo: una bélica historia de amor, periodistas en las guerras (o conflictos sociales) y con un vínculo simbólico sobre el día en que falleció Kapu, como también se le conoce al corresponsal de Polonia.

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Pues bien, la zona donde vive Alicja y la historia de quien fue su marido durante más de 50 años, es conocida como Sródmiescie, a unos 4 kilómetros del centro histórico de Varsovia, capital polaca que fue reconstruida en más del 80% después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).

Es 19 de julio de 2019, tarde fresca. Allí en Sródmiescie no se percibe el turismo desmedido ni la bohemia del casco viejo -aunque, más bien, debería ser casco rehecho-. Son calles de escenas apacibles, de árboles grandes y moradas aseguradas con rejas y alambres, propio de las zonas residenciales que solo buscan la paz entre vecinos y la poca bulla por fiestas.

El viaje

Desde Lima, capital del Perú, donde organicé este viaje a Varsovia, tenía la ilusión de ver y conversar unos minutos con la gente que conoció al periodista. “Ébano”, “Los cínicos no sirven para este oficio”, “Un día más con vida” o “El emperador” son algunos de los títulos conocidos de Kapu, cuya dirección de su casa en Varsovia la saqué de un artículo de Ramón Lobo, cuando le entrevistó un año antes de su muerte. Era lo único que tenía. Y me aventuré: eran más de 10 mil kilómetros y 6 mil soles de presupuesto para recorrer 9 ciudades europeas.

Antes de llegar en bus a Varsovia estuve en Madrid, Pamplona, París y Berlín, escribiendo crónicas a gusto y paciencia para medios peruanos, sin embargo, al pisar Varsovia y sentir ese enigma de guerra, esa tranquilidad de las mañanitas y el idioma raro para mí, sentí ansiedad, cada vez estaba cerca de la casa de aquel periodista viajero que admirábamos en las aulas, todos queriendo ser un poco de él.

Me hospedé en Warsaw Hostel Centrum, 15 euros la noche. Inmediatamente dejé mis cosas, ubiqué la dirección en mi teléfono móvil y caminé por grandes edificios y atisbé callecitas como de las películas de guerra y pasé por el hermoso Świętokrzyski Park hasta una gran avenida con rieles de tren llamada “Niepodległości”. Nombres raros, la verdad. Hasta que llegué a Prokuratorska 11, más emocionado no podía estar.

Frente a la casa de la familia Kapuściński, toqué el timbre y varios botones de una máquina en la reja. Nadie contestó. En el segundo piso, una sombrilla de colores y flores sobre el balconcillo adornaban el gris de las paredes y el blanco de las ventanas. Una casa con un ático superior donde el escritor y periodista “Kapu” organizó sus viajes de coberturas y maquetó los libros que le valieron elogios y también detractores sobre la función del periodismo y la fantasía literaria.

De rato en rato solo me asustaba el ladrido de algún perro, como esperando a la policía para intervenirme por ser un desconocido. A veces pasaba un vecino y le consultaba en inglés:

- Did live here… Kapuściński?

En las dos horas que estuve allí, dando vueltas, hacía apuntes en mi celular, y no vi a tantas personas deambulando. Ya resignado, cuando me di vuelta, una anciana de tez muy blanca apareció: le pregunté en inglés si allí vivió Kapu. Caminaba lentamente, observando mi figura plantada frente a Prokuratorska 11. Eran las 4:25 de la tarde, según mis notas. Su cabello blanco, tirado hacia atrás, combinaba bien con su vestimenta clara y le daban un aire de serenidad:

- Yo soy Alicja Kapuscinska.

Hablamos unos 10 minutos, ella, de profesión pediatra, me dijo que tenía prisa, y se portó muy amable conmigo. “Very nice, de Perú”, soltó tras comentarle que en la universidad estudiamos mucho a su marido, convertido en una especie de “mito”. También me contó que de vez en cuando la visitaban algunas personas. Me preguntó sobre mi viaje y le expliqué todo, como si le contara a mi madre. Alicja escuchaba atenta, asintiendo y mirándome a los ojos, y de pronto le hice reír porque le comenté que mi viaje ya estaba justificado: conocí a la mujer de Kapuściński nada menos que en la puerta de su propia casa.

Nos despedimos. Yo estaba feliz. Le pedí permiso para tomamos una foto y le prometí volver. “¡Claro que sí!”, dijo ella. Luego del selfie aceleré hacia la otra acera y observé a esa mujer de maneras entrañables que en los últimos tiempos ha tenido pugnas con Artur Domoslawski, autor de “Kapuscinski non fiction”, un libro biográfico sobre Kapu -su antiguo amigo y colega- donde lo acusa de inventar en sus crónicas o tergiversar sus hazañas para beneficio propio.

Dejé esos pensamientos y regresé caminando hasta el centro histórico. Unos 30 minutos que se me hicieron eternos. Polonia, una de las ciudades europeas más devastadas durante la Segunda Guerra Mundial, tiene a la famosa calle Prozna, donde se puede ver aún las huellas de los disparos en sus paredes, a pocos metros de bares o cafés, y que fue parte del triste y rebelde ‘Gueto de Varsovia’. Allí llegué y recreé en la mente cómo habrían sido aquellas peleas y muertes, donde ahora ya existe el turismo mundial.

Pasando la Columna de Segismundo, uno de los puntos céntricos más importantes de la urbe, me senté en un bar, ni vi el nombre, saqué el libro “El día que murió Kapuściński” y pedí una cerveza, mientras escuchaba la melodía en piano de ‘Comptine d’un autre été’. De rato en rato veía el selfie con Alicja, era la única prueba de que estuve con ella.

La frescura del río Vistula empezaba a llegar.

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