La misión de este especial fue retratar en pocas fotos al habitante de la Lima actual, a raíz de los 485 años de fundación de esta ciudad. Una tarea imposible, sin duda. Somos unas 10 millones de personas repartidas en 43 distritos, la tercera parte de la población nacional. Para la versión web, hemos dividido en dos esas imágenes. En esta, contamos la historia de siete de ellas.
“Lima me ha permitido crear un espacio cultural hace diez años para promover la moda sostenible. A mi lado siempre está mi gato Velasco”.
La risa de Alejandra es tan contagiante como su optimista personalidad. Ninguna de las dos se borraron tras la muerte de sus padres, cuando empezó a estudiar en la PUCP. Luego de un necesario paréntesis, decidió incubar la Feria Cachinera, un espacio de moda sostenible. De eso ya diez años. “Me gusta Lima porque me da la libertad para crear”, cuenta. Hace unos años retomó la carrera de Antropología. Mientras lo cuenta, su gato se retuerce lentamente entre sus brazos. “Se llama Velasco. Le puse ese nombre porque causa sensaciones diversas”, ríe.
“No es fácil sobresalir en Lima. Hay oportunidades, pero es difícil. Pese a que hay tantos migrantes, aún hay mucha discriminación”.
El huaino y Florcita son uno: mueve los pies y se contonea de forma grácil sobre uno de los anfiteatros de la alameda Chabuca Granda, detrás del Palacio de Gobierno. Luego pasa un sombrero antes de que le toque a la siguiente artista y recibe unas cuantas monedas. “Desde que me enfermé y la voz se me fue, la vida se me ha complicado, pero no puedo dejar mi pasión”, cuenta. Ella vino de Huaraz hace seis años y tres veces por semana baila y canta, aunque muchos le dan la espalda.
“En la capital he aprendido a sobrevivir. No existen muchas oportunidades para la comunidad trans, pero seguimos forjándonos un camino aquí”.
Olenka tiene una voz que parece estar en el volumen mínimo. Eso no quita ni un poco lo fuerte de su historia. “Vine a los 23 para estudiar Psicología, pero entendí pronto que lo principal era comer y pagarme un cuarto”, cuenta. Extraña el cielo de Iquitos, pero Lima se ha convertido en un cuartel de protesta por los derechos de las personas transgénero. “Aún nos falta mucho para ser inclusivos”, agrega. Pasa un transeúnte y le silba. Ella no se inmuta. “Ni caso le hago”, dice. Hay costumbres forzadas que se instalan para seguir sobreviviendo.
“La nueva Lima trata de reconectar con sus raíces, es más diversa. Yo continúo buscándome en esta Lima enmarañada y espero que dejen de preguntarme si de verdad soy de aquí”.
Cuando Natalia buscaba referentes similares a ella en una Lima aparentemente diversa, solo los podía encontrar en su familia. “Crecí pensando que nací en un lugar errado. Nadie nos cree que somos limeños”, comenta la activista, que busca visibilizar el racismo que sufre la comunidad afro a diario. Así nació la cuenta “Una chica afroperuana” en Instagram. Sobre Lima, siente que la generación más joven aborda ahora la problemática de la discriminación en las redes, pero que en la calle nada ha cambiado. “Me señalan el cabello; hay risa, bromas. Pero aquí sigo en mi trinchera”, afirma con seguridad.
“Lima me dio la estabilidad que no tenía en Venezuela. Luego de dos años y siete meses me regreso a Caracas a abrir mi negocio y eso gracias a esta ciudad”
En el 2016, luego de seis días de viaje en bus desde Caracas, Yoselyn llegó a Lima, la ciudad que le daría una segunda oportunidad. Tenía un poco más de 21 años y había dejado a su esposo en Venezuela. Salió a enfrentar a una capital que recién sentía la ola migratoria y que ya tenía muchos prejuicios sobre sus compatriotas. “Pese a todo, Lima me trató muy bien al inicio. Fue a los tres meses que la cosa se complicó", cuenta Yosely, estoica. El hermano de su jefe quiso abusar de ella, y cuando fue a la comisaría, le dijeron que no iban a recibir la denuncia porque el acusado era alguien importante. Había que seguir trabajando. Hoy, más de dos años después, Yoselyn recorre unos diez kilómetros diarios para vender sus chupetes en San Martín de Porres. Su esposo ya está aquí, trabaja en una empresa de buses. Pero ya llegó el momento de volver. “No voy a estar en Lima cuando esto salga publicado”, nos cuenta, mientras acomoda su caja de chupetes que lleva la bandera de su país. “Ya me regreso a Caracas a abrir mi negocio de ropa. Esta ciudad me ha ayudado a lograrlo”. Yoselyn se despide con un gesto de satisfacción, como de quien sabe que ha llegado a la meta.
“No me imagino viviendo y siendo feliz en otro lugar distinto a Lima. Cada vez más hay oportunidades para las mujeres en el mundo corporativo”
Melissa sabe que es privilegiada: si hubiera nacido en otra época, no hubiera podido desarrollar sus sueños profesionales. “A diferencia del resto del país, en Lima hay cada vez más oportunidades para que las mujeres tengamos un lugar en la mesa directiva de una empresa y tener una voz que sea escuchada”, dice. Sabe que aún hay mucho por trabajar para que esto sea la norma y no la excepción. Igual, el amor que siente por Lima es más grande que los problemas que la capital pueda tener. “Siempre será mi primera opción para vivir y ser feliz”, cuenta.
“Tuve cáncer de riñón y me tuvieron que operar. Al mes ya quería comer pescado frito y entrar al mar. Somos privilegiados de tener estas aguas tan cerca de nosotros”.
Ya sea a los 14 años o ahora, a sus 61, Lara ha tenido una conexión profunda con el mar. Llegaba hasta la punta del muelle a respirar la brisa, antes con alta frecuencia, hoy con más cautela. Comenzó vendiendo cebiche y pasó a tener un pequeño imperio de frutos marinos. “Mis hijos saben que si me siento mal, aquí es donde me recupero”, dice.