Fue una noche de premios repartidos. A diferencia del año pasado, cuando la imparable Billie Eilish barrió solita con todos los Grammys principales de la Academia de Artes y Ciencias de La Grabación, este año fue una repartija en toda ley. Alcanzó para todas: Billie ganó Grabación del Año, Megan Thee Stallion se alzó con Artista Revelación; H.E.R. y Tiara Thomas levantaron el gramófono por canción del año (I Can´t Breathe). Dua Lipa triunfó en Mejor Album Pop y la cereza final, el Disco del Año, le fue otorgado a Taylor Swift por Folklore.
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Con este, la autora de Shake It Off ha conseguido un hito: se convierte en la primera mujer en ganar tres veces el premio a Disco del Año, algo que pasará a la historia. Lo hizo con Fearless en el 2010 y, seis años, después con su nostálgico 1989. Taylor grabó y compuso su premiado Folklore en secreto y en pandemia. Se junto de forma virtual con Aaron Dessner de The National y Jack Antonoff, de Bleachers, para componer un puñado de canciones que se alejan varios pueblos lejos de ese pop sintético, hiperproducido, pulido y orientado a las pistas que ha distinguido buena parte de sus esfuerzos anteriores.
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Para una estrella de su perfil, un repertorio así de melancólico y “adulto” era una jugada avezada. “Taylor Swift se vuelve indie”, dijo la BCC cuando salió Folklore mientras que la revista Billboard se preguntaba si los Grammy clasificarían al disco como pop vocal (categoría en la que Taylor ha reinado) o alternativo. El disco de Swift debutó en los principales charts de música alternativa, en los que antes no hubiera podido calificar. En iTunes, tres de sus canciones figuraban en el top 20 de canciones alternativas.
Esto abre un antiguo debate sobre qué entendemos por “indie” o “alternativo”; conceptos que hace mucho tiempo significaron algo pero que hace décadas, acaso desde los años noventa, acabaron destripados de su sustancia original. Se solían usar antes para definir a esa escena musical que bullía en los márgenes de la industria musical, con independencia económica de esta y, por lo mismo, con la libertad artística para ir a contracorriente de los tastemakers corporativos que deciden el sonido del verano desde sus escritorios. Al menos esa era la ilusión que nos contaban.
Taylor Swift no es una artista independiente. No lo es, al menos en el sentido que antaño se empleaba para describir a artistas como Cocteau Twins o The Smiths. Desde el 2018, Swift graba para Republic, sello del conglomerado de medios Universal Music Group. No obstante, con nueve discos a cuestas, la mayoría de ellos fenómenos culturales que han roto récords de ventas, cuesta creer que alguien la obligue a seguir un manual predeterminado de cómo conducir su carrera. Trabaja con productores reputados como Max Martin, sí, pero que ella misma escoge.
Folklore es un disco que Ariana Grande o Dua Lipa no podrían haber firmado, embarcadas cada una en sus respetables afanes de sonar nostálgicamente “actuales” (sea en el trap o el retro disco) o por el temor de alienar a su base de fans. La de Pennsilvania pudo hacerlo porque tiene la experiencia de haber empezado muy joven. A sus 31 años es una veterana de la industria, que empezó con el country y de ahí siguió a donde la llevase el viento pero siempre a pie firme.
Así llegamos a su disco adulto, que es descrito como exploratorio o “íntimo”, como se definen esos álbumes grabados a medio tempo, con letras reflexivas y con una producción despojada y semi acústica, basada en pianos y guitarras limpias. Todo barnizado con una patina de reverb para que parezca que proviene de una parte lejana de la habitación o de un rincón nuevo de tu propia cabeza.
Los swifties recordarán que no es la primera vez que su musa realiza un cambio de dirección que le gana un nuevo público. Ya lo hizo el 2012, cuando lanzó Red, su crossover del country al pop a secas, directo y sin complejos, de la mano del sueco Max Martin (Britney Spears). Otro giro de interés lo dio con la salida de su criticado Reputation (2017), aquel de la guerra con Kanye West y Kim Kardashian, en el que quiso sonar menos ingenua, cínica y vengativa, con un sonido synth pop distorsionado y oscuro que, valgan verdades, no hizo daño a nadie y apenas arañó una fibra vulnerable con sus efectivas baladas.
El siguiente Lover (2019) la despercudió ciertamente de la mala onda cultivada de Reputation, y nos la trajo en su versión más tornasolada. Dicho sea, las baladas de ese disco ya prefiguraban de alguna forma lo que sería el sonido completo de Folklore, al que se le reconoce valor en muchos tramos y varios momento de goce estético que no termina de redondear por su habitual propensión a los temas de relleno y a pasarse largamente de tiempo. Desde Red, la mayoría de discos de Swift han superado la hora de duración, con la encomiable excepción de 1989, su conciso tributo al pop de los ochenta, que luce todavía como su mejor trabajo acaso porque es el que tiene menos canciones y el que menos dura. Folklore tiene 16 canciones y después de varias escuchas queda claro que bien pudo quedar en 10 y nadie se iba a morir.
Acaso un sonido tipo demo, más casero y descarnado, habría sido una ruta más radical para ella en esta ocasión -y más consonante con el concepto de folk-, pero la compositora, fiel a su estilo, optó por darle un acabado brillante y ultra limpio a las canciones, lejos del amateurismo encantador de un disco como For Emma, Forever Ago, de Bon Iver, al que busca por ratos emular. Dicho sea, Justin Vernon (Bon Iver) canta con Taylor en “Exile”, sin duda uno de los momentos más notables del repertorio, junto con “My Tears Ricochet” y “Betty”. La impronta de The National también se siente en algunos surcos, gracias a la sociedad con Dessner, un productor sutil que se ubica en las antípodas de Max Martin y otros habituales de Swift.
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