«Su voluntad» y «aunque sea para la gaseosa» eran dos de las expresiones más comunes que algunos policías de tránsito empleaban cuando, en medio de una intervención, buscaban ponerle precio a la dádiva que le permitiría al infractor continuar su camino. Eran los noventas, tiempos sin celulares, sin redes sociales, sin cámaras de seguridad, sin campañas cívicas para erradicar la corrupción. Tiempos en que manejar en estado de ebriedad era una práctica extendida, y el hecho de bajarle plata al tombo no se asumía como lo que era –un delito–, sino como una criollada rutinaria que todo el mundo practicaba para salir de un apuro.
Había incluso algunos conductores que, antes de recurrir a la mordida, buscaban usar sus influencias y atarantaban al oficial de turno asegurándole que eran sobrinos de tal o cual coronel o general.
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No dudo que tales conductas deplorables sigan registrándose, pero me temo que algo ha cambiado –para peor– en la actitud de ciertos uniformados. Antes, el policía, de alguna forma, te transmitía cierta incomodidad ética al momento de dar cabida al soborno: bajaba la mirada, modulaba el tono de voz, se notaba (o quizá solo fingía mejor) que le molestaba tener que recurrir a esa bajeza ilegal, y con tal de darle veloz trámite al asunto aceptaba cualquier suma que incrementara sus precarios ingresos (tengo un amigo que se ufanaba de haber arreglado con un policía a cambio de dos cigarros y unas galletas Margarita).
Hoy el policía mañoso ya no incurre en aquellas delicadezas. Hace una semana llegué a Lima con mi familia. Un viejo amigo nos recogió del aeropuerto en su camioneta. Ocupé la silla del copiloto mientras mi esposa y mis dos hijas –la última de apenas dos meses de nacida– se acomodaron en el asiento trasero. Salimos del Jorge Chávez y doscientos metros más allá una unidad policial nos detuvo. Dos suboficiales se acercaron y explicaron a mi amigo que tenía vencida la Revisión Técnica de su auto. Mi amigo reconoció la falta, aseguró que se trataba de un descuido, no de una negligencia, comentó que su auto era nuevo, que su circulación no constituía ningún riesgo y prometió que al día siguiente cumpliría con llevar el carro a la revisión. Los agentes dijeron que igual tenían que proceder con la sanción. Mi amigo me miró y enseguida le dijo a uno de ellos: «está bien, jefe, colóqueme la multa». «Ya, pero vayan llamando a un taxi porque el auto tiene que irse al depósito», advirtió el otro suboficial. Mi amigo les consultó si era posible llevarnos primero a casa (puso énfasis en que las niñas necesitaban descansar después de doce horas de vuelo) y luego cumplir con entregar el auto a las autoridades. «Negativo», fue la tajante respuesta que obtuvo. Además, se nos indicó que, para recibir la multa, teníamos que desplazarnos a la comisaría del Callao. Cuando un segundo después mi amigo me preguntó ¿qué hacemos?; yo sabía el significado de esa pregunta. Tras una breve deliberación interna resolvimos decirles a los policías que iríamos a la comisaría. Fue exactamente en ese momento que el discurso de los agentes se volvió extrañamente compasivo. Dijeron que entendían nuestra situación (uno de ellos mencionó que también era padre) y que querían apoyarnos para que no tuviésemos que permanecer ahí, en medio de la avenida Faucett, a tan altas horas de la noche. Mi amigo le pidió detalles sobre ese apoyo y uno de ellos, utilizando un lenguaje técnico y directo, nos dijo si le entregábamos una suma de dinero equivalente al porcentaje que ellos ganarían por la multa que merecíamos, podríamos marcharnos. Entonces insistimos con ir a la comisaría, pero ahora esa idea ya no parecía convencerles y porfiaron con que era mejor solucionarlo ahí mismo, plata en mano, sin hacer muchos aspavientos. Al final, después de un largo forcejeo verbal, los policías se cansaron de nuestra negativa y nos hicieron «el favor» de dejarnos ir.
El resto del camino, e incluso los días siguientes, me quedé pensando en aquellos dos muchachos –que, a lo mucho, tendrían treintaiuno o treintaidós años–, en lo internalizada que llevaban la mecánica del soborno, en el nulo bochorno moral con que plantearon la situación, en las muchas veces en que tal estrategia les dio resultados.
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No digo que las cosas fueran mejores antes, pero siento que la corrupción a esa escala cotidiana también se ha profesionalizado. Los ilícitos que antes solo nos parecían normales han alcanzado tal grado de podredumbre y cotidianidad que ya se han vuelto naturales, como si fuesen parte de lo atmosférico, como respirar, hablar o comer.
Cuando mi hija de seis años, todavía confundida o asustada por la intervención, me preguntó: «papá qué pasó», le mentí con pena. «Nada, hija, no pasó nada, todo está bien».
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