Renato Cisneros

Podría dedicar esta columna a los más candentes asuntos políticos del país, a los triunfos recientes de la selección peruana de fútbol, a las últimas dos películas que me conmovieron (Poor Things y Kung Fu Panda 4), al libro que tengo en la mesa de noche (Baumgartner, de Paul Auster) o, en fin, a alguna noticia nacional o internacional que facilite una reflexión poderosa, entretenida o al menos útil. Pero no. No necesito hablar de nada de aquello, no me urge escribir esas posibles columnas (ni a ustedes, leerlas). Lo que sí me resulta impostergable es hablar de mi primer viaje en Noria.

Digo Noria, pero podría haberla llamado Rueda de la Fortuna, Rueda de Chicago, Rueda Moscovita o Vuelta al Mundo, que son otros de los nombres que este artefacto circular recibe desde que, en 1893, George Washington –no el presidente que aparece en los billetes de dólar, sino un ingeniero estadounidense homónimo– lo inventara y presentara en una Exposición Mundial de Illinois. En la actualidad hay réplicas de esa máquina en los cinco continentes y no ha faltado ocasión para aprovechar artísticamente su monumentalidad.

Una de las mejores películas de Woody Allen en lo que va del siglo es Wonder Wheel (2017), escenificada en Coney Island, el mítico parque de entretenimiento de Brooklyn. Allí Kate Winslet encarna a una mujer cuya vida sentimental y familiar tiene una triste metáfora en la imponente Noria que domina el parque.

En Los Cuatro Fantásticos (2007) los superhéroes deben unir sus poderes para salvar a los pasajeros del London Eye, la famosa Noria de la capital inglesa, que el villano Silver Surfer ha pretendido destruir.

Y varias escenas de El Tercer Hombre (1949), donde actúa Orson Wells, transcurren en el parque Prater de Viena, donde se luce en primerísimo plano la Wiener Riesenrad, la Noria más antigua del mundo.

La otra tarde subí con mi hija a la rueda del Tibidabo, el parque de atracciones de Barcelona, situado en la montaña del mismo nombre, en la sierra de Collserola. Con sus veinte metros de altura (modestos en comparación con los 250 de la rueda del Bluewaters Island de Dubaí, la más grande del mundo), la Noria nos permitía unas vistas impactantes de la ciudad, que podían disfrutarse sin apuro gracias a la lentitud con que giraba. Para mí, sin embargo, el verdadero espectáculo era mi hija, Julieta, que miraba los alrededores con asombro. En un momento dado, cuando nuestra pequeña góndola azul estaba en el punto más alto de su recorrido, desafiando el vértigo, ella se puso a llamar a los gritos a su madre, que se encontraba abajo, esperándonos, embarazada de siete meses. Cuando un instante después se giró para decirme «la próxima vez subiremos los cuatro», me percaté de que mi hija no era la misma de un segundo antes.

A menudo nos sorprenden los cambios de los hijos de los demás después de pasar uno o dos meses sin verlos: notamos que han pegado un estirón, que su expresión ya no es todo lo infantil que solía ser, o que su comportamiento ha empezado a parecerse tempranamente al de un adolescente arisco. Para ellos seguimos siendo los mismos tíos de siempre, no les aportamos mayor novedad; pero nosotros ya no podemos verlos igual.

En contraste, los cambios de los hijos propios se nos hacen imperceptibles. O sea, sabemos que crecen físicamente y que su cerebro evoluciona y todo lo demás, pero nos resulta imposible señalar en qué momento exacto del día, de la semana o del mes sucedieron esas transformaciones definitivas.

Tenemos a los hijos tan cerca que no advertimos los ritmos minúsculos de su metamorfosis; solo somos conscientes de ella cuando de pronto encontramos una foto de hace solo un par de años y nos impacta que la criatura congelada de la imagen, que tanto dependía de nosotros, sea la misma que ahora se cambia de ropa sin ayuda, se esconde con la tablet a ver películas en el armario, o bromea hablando de su «futuro esposo» (¡auch!). El crecimiento de un hijo, ahora que lo pienso, tiene algo del movimiento de la Noria: cuando menos te percatas la góndola está arriba, y cuando recién empiezas a acostumbrarte a esa ubicación, ya le toca descender.

«La próxima vez subiremos los cuatro», dijo Julieta la otra tarde, con una voz y una mirada de hermana mayor que nunca le había notado. Al bajarnos de la rueda, mi esposa nos tomó una foto. Mi hija salía más grande, yo más viejo.


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