"Sin lugar para los débiles", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"Sin lugar para los débiles", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Cuando el miércoles 25 de junio de 1930 el vapor Orcoma zarpó de Lima llevando a la selección peruana de fútbol rumbo a Uruguay, a su primer Mundial, el Perú era un desastre. La crisis económica desatada el año anterior en Estados Unidos había repercutido aquí provocando la alarmante caída del precio de las exportaciones y el cese de los préstamos e inversiones del extranjero. El caos, además, era político. El presidente Leguía estaba a punto de ser defenestrado por Sánchez Cerro, cuyo golpe de Estado marcaría el inicio del catalogado ‘tercer militarismo’. Para colmo, la suerte en esa Copa no pudo ser peor. Cero puntos y un solo gol (del que, por cierto, no hay registro gráfico). No solo eso: el partido del debut, frente a Rumania, es el encuentro mundialista con menos público asistente (300 personas nada más, según la FIFA). Encima, impusimos otro récord olvidable: el primer expulsado de los Mundiales fue nuestro: el zaguero peruano Mario de las Casas, quien tuvo que irse del campo tras fracturarle una tibia al rumano Steiner. Nota: se retiró sin ver la roja, pues todavía no se habían inventado las tarjetas.

En 1970, cuando clasificamos a México después de 40 años sin participar, estábamos igual, llenos de líos. A las secuelas políticas del golpe que dos años antes dio Velasco Alvarado, y a las de la implementación de su reforma agraria, se sumó el desastre del terremoto en Áncash. Pero el fútbol ahí sí respondió. Es difícil encontrar, en la cronología del fútbol peruano, un triunfo de la selección similar al conseguido ante Bulgaria apenas dos días después del sismo, remontando el marcador y jugando el que debe ser el mejor segundo tiempo de su historia. Las generaciones siguientes no hemos vivido, creo, una victoria así de reparadora, que impusiera una alegría episódica en medio de un dolor tan profundo. Fue, además, nuestra mejor participación en una Copa; incluso protagonizamos, junto a Brasil, uno de los partidos más recordados (o al menos eso nos dijeron los mayores y les creímos).

Para 1978, la coyuntura política también se presentaba accidentada. Cuando Perú debutó ante Escocia, la dictadura de Morales Bermúdez aún no había convocado a la Asamblea Constituyente y faltaba un buen rato para que concluyera el eufemístico Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas. El país vivía con una inflación creciente y padeciendo los efectos de la inestabilidad del mercado internacional. Y si la selección peruana, en la primera rueda del Mundial de Argentina, logró que el país se olvidara de sus penurias, en la segunda provocó el efecto exactamente inverso. El 0-6 contra Argentina debe de ser el partido más politizado y es sin duda el más humillante que ha jugado nunca una selección peruana en la Copa. En una semana la hinchada pasó de la ilusión a la sospecha, de la sospecha a la intriga, de la intriga a la pena. 

En 1982 por fin llegamos al Mundial en olor de democracia. Nos habíamos mal acostumbrado a disputar el torneo con un militar en Palacio. Pero por muy democrático que fuese, Fernando Belaunde no podía disimular nuestras crisis. La inflación, la austeridad y la amenaza terrorista se combatían cantando las canciones de Michael Jackson, aunque sin saber inglés. Fuera de empatarle a Italia, la selección de Tim no hizo nada en España 82, pero al menos ese gol de carambola a Dino Zoff alcanzó para pensar, por un momento, aunque no fuera cierto, que estábamos entre los grandes. Después Polonia se ocuparía de corregir, en cinco oportunidades, esa equívoca percepción.

El Perú que seguirá por televisión los partidos de Rusia 2018 será referido por los cronistas del futuro como un país políticamente atomizado, sobrepoblado de corruptos, donde la ciudadanía vivía en estado permanente de inseguridad, escepticismo y desengaño. El bicentenario de la independencia, dirán, estaba a la vuelta de la esquina, pero los peruanos no sabíamos cómo tratarnos entre nosotros. Éramos eso el 2018: un país desmoralizado que no confiaba en nadie. Salvo en el equipo de Gareca. Ojalá que esos mismos cronistas nos cuenten que los jugadores, esos peruanos valientes, al menos ellos, no nos traicionaron. 

Esta columna fue publicada el 02 de diciembre del 2017 en la revista Somos.

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