Juanita Burga.
Juanita Burga.
Renato Cisneros

Termino de ver ‘’ pensando en Alejandra, la protagonista, encarnada por la actriz Juanita Burga. Es ella el corazón de la película que ha escrito y dirigido Joel Calero, segunda parte de su trilogía sobre la época de violencia política en el Perú. El desplazamiento geográfico de Alejandra, que deja Estocolmo para volver al Perú después de veintidós años por un asunto burocrático (la venta de la casa familiar), deriva poco a poco en un viaje emocional –y emocionante– que la confrontará consigo misma al punto de transformarla. Al final, no necesitamos verla tomar el avión de regreso a Suecia para saber que en ese momento ya es otra persona.

Solo en los primeros diez minutos de la cinta ella ya ha descubierto cuatro cosas desconcertantes sobre su padre: que está vivo, que está preso, que militó en Sendero Luminoso, y que purga condena por ordenar una matanza contra una comunidad de campesinos. Aunque no la une nada a ese hombre fuera del vínculo sanguíneo, Alejandra se siente tentada a buscarlo. Ella sabe cómo se llama, Pedro Rojas, pero desde que una funcionaria del registro civil le informa del nombre completo –Pedro Nicolás Rojas Cahua– un ruido empieza a bullir en su interior.

El encargado de espolear esa curiosidad será el tío Américo (qué actor tan convincente es Lucho Cáceres). Él acompañará a la muchacha hasta el pueblo paterno, hasta la misma casa de Dominga Cahua, su abuela, a quien nunca ha visto antes. Al principio Dominga recela de la presencia de la visitante, pero con el paso de los días surge entre ellas una complicidad natural que llega a rozar incluso la ternura. Esa es la relación más interesante de la historia, la que permitirá a la nieta entrar en contacto con sus raíces, con una dimensión íntima que jamás pensó siquiera explorar, y con las costumbres y el ambiente rural que rodearon el crecimiento del hombre enigmático que la colocó en el mundo.

Luego llega el momento de ir a la cárcel a conocer al padre, con quien nunca sostiene una sola conversación, apenas contados intercambios de frases poco más que utilitarias. Son las palabras que Alejandra parece decirse a sí misma cuando la vemos contemplar su entorno las que más nos conmueven. Esos silencios cargados de significado hacen innecesario cualquier diálogo. Son otros quienes hablan; pienso, por ejemplo, en el monólogo del conductor del camión, papel que recae en otro actor estupendo, Amiel Cayo. Qué poderosas son las escenas en que Amiel interviene, qué ganas de que duren más.

El recorrido que hace Alejandra hacia su origen es, pienso, una metáfora de la deuda pendiente que toda sociedad moderna (no solo la peruana, pero especialmente la peruana) mantiene consigo misma. Una deuda de conocimiento que hay que saldar con coraje. Solo abismándonos al pasado, mejor dicho, a esos eventos del pasado que explican nuestra propia existencia, podemos entender quiénes somos, a dónde pertenecemos, qué materia nos integra. El pasado es el territorio de las grandes, incómodas preguntas, pero también el de las grandes, incómodas verdades.

Alejandra necesita ver los ojos de su padre, sabe que eso le dará un tipo de alivio imposible de explicar a los demás. Llega un punto en que parece darle lo mismo quién haya sido ese hombre, a qué se haya dedicado; sin duda, su pasado terrorista le añade complejidad a la trama, pero son otras las interrogantes que ella necesita formularle: ¿por qué desapareciste?, ¿por qué no te hiciste cargo?, ¿qué sientes por mí? Necesita interpelarlo por su rol, no por su oficio. Su dilema es que se trata de un extraño antes que un criminal.

‘La piel más temida’ es una película que aborda con crudeza asuntos inacabables como la identidad, la herencia, las heridas privadas. No romantiza nada. Afirmar que es un alegato del pensamiento senderista no solo delata falta de sensibilidad para reconocer sus auténticos temas de fondo; también delata falta de valor para discutirlos.

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