Todos estaremos discapacitados de algún modo, en algún grado, antes de morir. Quizá un corto tramo final, asistidos por profesionales y seres queridos. Nada que nos deba quitar el sueño. Pero un 15% de la humanidad, más o menos mil millones de personas, según cálculo de la Organización Mundial de la Salud (OMS), son especiales desde siempre; o, por accidente, desde temprano; o porque la expectativa de vida se prolonga con achaques de cuidado.
¿Cuánto hacemos por ellos? ¿Cuánto ayuda la evolución tecnológica a hacerles el mundo más accesible? Esa última pregunta la intentó responder Access Israel (AI), un evento en Tel Aviv en el que los periodistas tuvimos que driblear entre las sillas de ruedas de los activistas discapacitados para evitar que nos embistan.
El juez invidente Richard H. Bernstein, expositor de honor en la conferencia central, celebró lo lejos que había llegado a tientas. Dejé la sala de las arengas y fui a la feria tecnológica. Cada stand vende una app o un gadget que podría ser, quién sabe, el prototipo de una herramienta de uso masivo que se abarataría hasta ser ordinaria y accesible. Por ejemplo, si eres sordo, el GalaPro es una aplicación que te aporta subtítulos descriptivos en tu celular o tablet, para cuando vayas al cine o al teatro. Para que funcione, el local debe haber contratado el servicio.
Por supuesto, si no hay suficientes negocios que se afilien, el aparatejo no servirá para nada. Ya hace unos años, OrCam, también desarrollado en Israel, tuvo más suerte por ser ligero y práctico: una pequeña camarita montada en los lentes del invidente, conectada a unos audífonos que le van leyendo lo que registra el dispositivo.
Esto no solo es un asunto de solidaridad y políticas públicas que gasten y regulen en beneficio del discapacitado. Es asunto de oferta y demanda. Aquí no hay solo entes y ONG; hay mucho empresario buscando público objetivo –sordos, mudos, ciegos, cuadripléjicos, padres de niños especiales–, que puede hallar justo lo que necesitaba para aliviar sus males. Si no lo encuentra, sus aparatejos serán chindogu (arte de los inventos inútiles).
NO SOY UN ROBOT
Yokneam está a una hora de la imposible Siria y a 20 minutos de Nazaret, donde dos milenios atrás Jesús empezó su gira de los milagros. En Betania, Lázaro llevaba cuatro días de muerto. De entre todos los prodigios que realizó Jesús, me quedo con la resurrección de ese hombre; porque hay algo de Lázaro en lo que estoy a punto de ver.
Radi Kaiuf quedó inmóvil de la cintura para abajo, o sea parapléjico, en 1988, tras participar en un enfrentamiento armado en el vecino Líbano. Llevaba varios años confinado a una silla de ruedas hasta que Amit Goffer, PhD en ingeniería de sistemas, tuvo un accidente peor en 1997: se volcó en un auto todoterreno y quedó casi cuadripléjico, con apenas movilidad en los dedos de las manos. En el 2001 fundó ReWalk, para hacer algo que lo sacara física y mentalmente de la postración, y empezó a desarrollar los primeros prototipos de un arnés aferrado a las piernas y operado por el parapléjico desde un mando en la muñeca. Ahora va por su modelo 6.0 y Radi ha usado cada uno de ellos. Hasta ha participado en una maratón.
Cuando lo vi llegar en su silla ordinaria, acercarse a las prótesis y colocárselas alrededor de las piernas, creí que todo sería en extremo laborioso. Pero Radi lo hace de rutina, calzando los pies sobre dos plantillas y metiéndolos en sus zapatos.
Agarra un par de muletas, se yergue, aprieta el botón en su muñeca y anda. Lo hace con buen ritmo, mientras lo seguimos por el pasadizo. De pronto, se topa con unos escalones, se toca nuevamente la muñeca y pone el equipo en ‘modo escalera’. Oh, el paso sincopado del pie trepando el escalón me perturba y Radi lo intuye. Por eso, cuando desciende los escalones y reparte su tarjeta, dice: “Esto no es un robot, es un exoesqueleto”. Lo tomo por una afirmación de su condición humana, que le pide caminar y, a falta de aquello de lo que otros gozamos, mover el exoesqueleto.
Este artículo fue publicado el 6 de mayo del 2017 en la revista Somos.