El 85 por ciento de los habitantes del planeta vive bajo cielos afectados por la contaminación lumínica, un problema ambiental que, además de impedir que millones de personas puedan contemplar las estrellas, tiene graves consecuencias en los ecosistemas, la salud y la observación astronómica.
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“Asociamos iluminación con progreso, modernidad y belleza pero tenemos que empezar a comprender que la luz artificial durante la noche es también un agente contaminante y origina un problema ambiental con importantes consecuencias”, advirtió en una entrevista con EFE la impulsora de la Oficina de Calidad del Cielo del Instituto de Astrofísica de Andalucía -sur de España- (IAA-CSIC), Alicia Pelegrina.
La contaminación lumínica puede ser de varios tipos: hablamos de ‘intrusión lumínica’, cuando la luz invade áreas en las que debería haber oscuridad, “por ejemplo que la luz de una farola inunde nuestro dormitorio a las 3 de la mañana”, o ‘deslumbramientos’, “cuando las luces mal orientadas van directamente a nuestros ojos, como las luces de las carreteras o los monumentos”, apuntó.
Pero la cara más conocida de este tipo de contaminación es el ‘brillo artificial’ o ‘skyglow’, la que nos impide ver los cielos estrellados y dificulta la observación astronómica científica.
Este brillo es el resultado del comportamiento de la luz en la atmósfera, explicó la investigadora y doctora en Ciencias Ambientales.
La luz es una onda electromagnética que se desplaza a gran velocidad y con una enorme capacidad de dispersión: “Los fotones de luz se comportan como la bola de una máquina de pinball, chocan contra todas las partículas atmosféricas y al interaccionar con ellas invaden toda la masa de aire de la atmósfera. Ningún otro contaminante tiene esa capacidad de dispersión”, advirtió.
Por eso hay espacios naturales protegidos que no tienen poblaciones locales o núcleos urbanos cerca y, sin embargo, están afectados por la contaminación lumínica. La contaminación llega hasta los 300 kilómetros de distancia”.
Una lucha de todos
Para combatirla, Pelegrina cree que el primer paso es cambiar la percepción social: “tenemos que empezar a comprender que la luz artificial es un agente contaminante” y hacer un uso más responsable y racional de ella.
Las administraciones deben primar las lámparas LED anaranjadas por encima de las luces incandescentes o de luz blanca, y conseguir un alumbrado público más racional con lámparas que iluminen hacia el suelo o se enciendan con sensores de movimiento... “y, por qué no, pensar si realmente es necesario iluminar un monumento o un cartel publicitario a las 2 de la madrugada”.
Algunas administraciones, como la del archipiélago atlántico español de Canarias -pionero en el desarrollo normativo de una ley autonómica de protección de calidad del cielo- son conscientes del problema y ya lo están haciendo, pero acabar con esta contaminación es tarea de todos, señaló Pelegrina, “de las administraciones, la industria, la sociedad y la ciencia”.
Los ámbitos más afectados
Esta contaminación tiene graves efectos en los ecosistemas. Un ejemplo muy documentado es el de las pardelas, unas aves migratorias que crían en las islas españolas de Baleares y Canarias que están muriendo masivamente porque solo acceden a los nidos por la noche. “Cuando los pollos empiezan a volar, la luz de las ciudades los confunde, vuelan hacia ellas donde chocan con los edificios o son atropelladas”.
Pero sin duda los grandes afectados por contaminación lumínica son los insectos que en su mayoría son de hábitos nocturnos y necesitan la oscuridad para realizar sus funciones básicas (reproducirse, alimentarse o desplazarse). “La contaminación lumínica tiene un efecto devastador en ellos”, aseguró Pelegrina.
Su desaparición es alarmante porque polinizan el 70 % de los cultivos y el 80 % de las plantas con flor, es decir, “no solo son esenciales para toda la cadena trófica sino también para nuestra alimentación”.
La contaminación lumínica también afecta a los humanos al interferir en el reloj biológico, cuyo ritmo está regulado por la alternancia entre el día y la noche. “Cuando esa alternancia no se produce, nuestro organismo sufre cronodisrupción, que se relaciona con enfermedades cardiovasculares y metabólicas, alteraciones del sueño y envejecimiento prematuro y cáncer”.
Además, por la noche el organismo segrega melatonina, una hormona que induce el sueño, es antioxidante e inhibe el crecimiento de las células cancerígenas. “Si nuestros ojos perciben luz, se detiene la producción de melatonina, lo que eleva el riesgo de cáncer, ateroesclerosis, hipertensión y otras enfermedades debilitantes como alzhéimer o párkinson”.
Pero, además, hay otros dos grandes afectados: la ciencia, porque la observación astronómica se ve altamente perjudicada, y el patrimonio cultural, porque que “el 85 % de los habitantes del planeta no pueda ver estrellas es escalofriante”, pero además “estamos impidiendo que las generaciones venideras puedan contemplar algo tan bello como un cielo estrellado”.
Madrid, la ciudad europea que más contamina
Según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, en Estados Unidos y Europa, el 99 % de las personas vive bajo cielos contaminados, un problema que crece a un ritmo del 2 % anual.
Según un informe del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) español, la contaminación lumínica ha crecido un 50 % en los últimos 25 años.
El continente más contaminado es Europa, con Madrid, París y Milán, a la cabeza. Además, entre países europeos, España ocupa la tercera posición, es medalla de bronce, por detrás de Grecia y Malta.
“Pero nos llevamos el oro en gasto por habitante de alumbrado público, donde el consumo de cada habitante es de 116 kW hora, frente a países como Alemania (43 Kw/h) o Francia (91 Kw/h)”, concluye Pelegrina.
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