¿Vigilancia terrorífica o solución práctica frente al COVID-19? En Suecia, un país a la vanguardia de microchips subcutáneos, una empresa ha desarrollado un pasaporte sanitario que puede llevarse bajo la piel.
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“Creo que forma parte de mi integridad, llevar un chip y guardar mis informaciones personales para mí”, explica Amanda Back, una ciudadana de Estocolmo que utiliza el chip desarrollado por la compañía DSruptive Subdermals.
“Siento que tengo un mayor control al estar en el interior de mi mano”, agrega esta responsable de un espacio dedicado a las nuevas tecnologías.
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Si bien no hay datos públicos sobre de esta práctica, varios miles de suecos se han implantado en los últimos años este dispositivo electrónico bajo la piel para reemplazar llaves, tarjetas de visita, billetes de tren... y en el caso de algunos, su certificado de vacunas.
El país escandinavo es uno de los bastiones de los “biohackers”, quienes consideran este tipo de soluciones el futuro de la humanidad pese a los recelos que suscitan para muchas otras personas.
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Más ventajas, según sus defensores: “Un microchip implantado cuesta unos 100 euros en el caso de las versiones más avanzadas, comparado con las pulseras inteligentes, que cuestan generalmente el doble; un implante puede durar 30 o 40 años, mientras que una pulsera dura 3 o 4 años”, aduce Hannes Sjoblad, máximo responsable de DSruptive Subdermals, para quien el pasaporte sanitario es solo uno de los ejemplos de aplicaciones posibles de este dispositivo.
El empresario, que se dice “muy preocupado” por las cuestiones de privacidad, observa no obstante “con gran inquietud” que mucha gente vea los implantes con miedo, “como una tecnología de vigilancia”.
Los microchips “no tienen batería y no pueden transmitir señales por sí mismos, no pueden decir dónde te encuentras y solo se activan en contacto con un smartphone”, recuerda, asegurando que defiende su uso exclusivamente voluntario y que si alguien intentara hacerlo obligatorio, él se opondría.
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