Escribe: Juana Avellaneda
De repente, un sonido agudo, agudísimo, rompe con el silencio de esta embarcación que lleva largo rato navegando en el Ñuro, una caleta de pescadores ubicada al norte de Piura. Se trata del canto de una ballena jorobada, la misma que acaba de asomar su lomo de 17 metros de largo muy cerca nuestro.
Los curiosos turistas a bordo de ‘Megaptera novaengliae’, una lancha a motor bautizada curiosamente con el nombre científico de estos gigantes cetáceos, no salen del asombro. Chicos y grandes alistan las videocámaras para no perderse un instante de estos enormes animales que viajan 8.500 kilómetros desde la gélida Antártida para llegar a zonas tropicales donde dar a luz a sus crías y aparearse durante el invierno austral.
“Tenemos un mar riquísimo en fauna marina”, asegura Sebastián Silva (37), biólogo fundador de Pacífico Adventures, empresa que hace ocho años combina el ecoturismo con la observación de fauna marina. Y eso incluye, lamentablemente, varamientos de lobos y enmallamientos de ballenas. “Al año mueren al menos entre 6 a 7 ballenas jorobadas. Principalmente a causa de las redes de deriva. Por ello, tiene que haber algún tipo de regulación que prohíba este tipo de pesca. Al menos durante la temporada de migración”, señala el biólogo Yuri Hooker Mantilla, jefe del Laboratorio de Biología Marina de la Universidad Peruana Cayetano Heredia, asegura.
En el Perú, a diferencia de países como Ecuador o Argentina, no tenemos un reglamento de avistamiento de cetáceos. Y esto, pues, podría terminar pasándonos factura. Para el especialista, es clave definir, por ejemplo, la capacidad de carga turística. “Puede ser que uno regule la distancia a la que debe mantenerse de la ballena, la velocidad que se debe usar, pero si tienes 200 embarcaciones encima de un cetáceo es lo mismo que nada”, manifiesta. La idea es contribuir con el turismo, pero sin perturbar ni poner en peligro la biodiversidad.
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