Por Federico Kukso
Vivir es respirar, respirar es oler. Desde nuestros primeros segundos de existencia cuando reconocemos a nuestra madre a través de su olor corporal hasta nuestros últimos días cuando un aroma familiar de repente puede transportarnos lejos, a un pasado que creíamos sepultado, en todo momento irradiamos olores. Olemos y nos huelen. Emanamos e intercambiamos información: cada ser humano expele un olor absolutamente singular, una sinfonía aromática que cambia según las estaciones de la vida y del año.
Los olores comunican. Dicen y ocultan. Las moléculas que los componen son el ticket de entrada, la llave a otras subjetividades, a otros cuerpos, a otras culturas. Nos conectan con desconocidos, personas con las que quizás nunca intercambiemos palabras aunque sí canjeemos olores. Y así, al olerlas, cuando como cometas dejan una estela al caminar al lado nuestro en una calle o en espacios cerrados como un gimnasio, de alguna manera lleguemos a conocerlas de otra manera, químicamente. Su olor nos abre una puerta a su reino privado, a su mundo íntimo.
La calidad de vida de las personas con la incapacidad para detectar uno o más olores, que nunca han olido una tostada, el aroma del café a la mañana o mujeres que no pueden oler a sus propios bebés se ve afectada completamente, fisiológica como psicológicamente: por ejemplo, son incapaces de reconocer la comida en mal estado, percibir el olor del humo, el propio olor corporal o el de un escape de gas, lo cual incrementa el riesgo de sufrir accidentes domésticos y amplifica las inseguridades en las relaciones sociales así como las posibilidades de padecer depresión.
Además, aquellos con un olfato alterado suelen ser más propensos a ser obesos, debido a que tienden a preferir alimentos con sabores más fuertes, usualmente más salados y con mayor contenido graso.
La disminución olfativa no es para tratar a la ligera: existen indicios de que el deterioro en la habilidad para identificar olores en ciertos casos es uno de los síntomas más precoces y comunes de varias enfermedades neurodegenerativas, entre ellas el Alzheimer y Parkinson, que lentamente erosionan la habilidad de distinguir un aroma de otro, así como la memoria, algo así como el efecto anti-magdalena proustiano.
Algunos piensan que estudiar esta degradación olfativa podría ser una herramienta poderosa para el diagnóstico precoz de estas enfermedades.