En la columna de la semana pasada explicamos el descubrimiento y desarrollo de la bombilla de luz incandescente. Inventada en el siglo XIX y perfeccionada a lo largo de más de 100 años. Sin embargo, la ineficiencia energética del foco incandescente, que convierte solo 5% de la electricidad en luz, impulsó la búsqueda de otras fuentes de iluminación.
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Una serie de descubrimientos, comenzando con el de Francis Hauksbee, que generó iluminación azulada electrificando vapor de mercurio (1707), se combinaron para producir a fines del siglo XIX una luz fluorescente comercial.
—Gases y colores—
El término ‘fluorescente’ describe la cualidad de ciertos materiales que emiten luz al ser irradiados con otro tipo de energía. Uno de los descubrimientos claves fue la invención del arco eléctrico, un pequeño relámpago o arco que salta de un electrodo a otro a través de gas dentro de una cápsula de vidrio.
El invento no prosperó, dado que requería mucha energía para producir una cantidad de luz muy limitada. Pero, eventualmente, la idea de un arco eléctrico se combinó con el descubrimiento de la fluorescencia de diversos gases y minerales. En el interior de una cápsula, un arco eléctrico podía encender la fluorescencia de algunos gases, como el vapor de mercurio.
“Las bombillas LED emiten luz por el salto de electrones entre bandas de átomos del semiconductor”.
El color de la luz que emiten los gases –el espectro de luz visible de su fluorescencia– varía según el gas. Al principio, las luces fluorescentes fueron usadas para decoración y publicidad, ya que su coloración no las hacía muy útiles como fuente de luz. No obstante, un nuevo material finalmente les brindó utilidad: la fluorescencia de algunos gases, además de cierta gama de luz visible, también emite luz ultravioleta. Esta luz, a su vez, puede activar la fluorescencia de materiales sólidos que dan otras gamas de luz visible, crucialmente, luz blanca.
Así, recubriendo el interior de una bombilla o tubo de vidrio con material cuya fluorescencia da luz blanca, y llenando el interior con un gas fluorescente que produce luz ultravioleta, se puede colocar electrodos en la base para crear un arco eléctrico en el interior. El arco eléctrico no produce mucha luz, pero activa la fluorescencia del gas, y su radiación ultravioleta activa la fluorescencia del material que reviste el interior del vidrio. Esta fluorescencia del vidrio es la que ilumina el exterior, funcionando como una lámpara, o lo que conocemos como tubo de neón.
—Tubos y bombillas —
El tubo de neón, con contacto eléctrico y tubo de vidrio blanco o de color, y gas en su interior, se comercializó masivamente en la década de 1930, cuando General Electric adquirió la patente. Su consistencia de luz, menor consumo de electricidad y durabilidad, dieron a las lámparas fluorescentes mayor ventaja sobre las bombillas incandescentes, especialmente en ambientes comerciales o industriales, que requerían abundante luz continua.
El mercado de bombillas para uso doméstico siguió acaparado por la bombilla incandescente hasta la aparición de las lámparas fluorescentes compactas (LFC) en los años 80. Estas tienen la forma de una bombilla tradicional, pero contienen pequeños tubos cuya superficie combinada es comparable a la de un tubo grande.
—Ventajas y peligros—
Las LFC son más eficientes que las bombillas incandescentes, usando un 20% de electricidad para producir luminosidad. También tienen una vida útil entre cuatro y ocho veces más larga, aunque su durabilidad se acorta si se encienden y apagan con frecuencia. Tampoco pueden usarse en lámparas cerradas, ya que el recalentamiento acorta su vida y puede causar su estallido.
Otro problema de las LFC es que producen radiación ultravioleta. Si no tienen un encapsulamiento que la filtre, la piel expuesta a una LFC cercana puede recibir radicación similar, aunque menor, a la del sol sin bloqueador. Sin embargo, la principal desventaja de las LFC es su contenido de mercurio, material tóxico que, al romperse la bombilla, puede escapar y ser inhalado o absorbido por la piel.
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—Otra idea brillante—
La electroluminiscencia de algunos materiales, el brillo resultante del paso de una corriente eléctrica, fue descubierta en 1907 por el inglés Joseph Round. El ruso Oleg Losev creó en 1927 el primer diodo emisor de luz (LED, por sus siglas en inglés), un material semiconductor que, alternadamente, conduce electricidad y opone resistencia.
Las variedad de aplicaciones actuales y la física detrás de la tecnología LED amerita una página aparte. Para fines de la evolución del alumbrado, basta decir que, a diferencia de las bombillas incandescentes, que producen luz al calentarse, las bombillas LED emiten luz por el salto de electrones entre bandas de átomos del semiconductor.
Impulsados por la energía eléctrica, los saltos liberan fotones o partículas de luz: la electroluminiscencia. El color de la luz resultante depende de la mezcla de materiales semiconductores, muchos siendo compuestos de galio. Las primeras aplicaciones comerciales se dieron en los 60, primero con las bombillas pequeñas emisoras de luz infrarroja, y luego de luz roja, útil para tableros e instrumentos.
La luz blanca o amarillenta de los focos actuales es el resultado de un desarrollo sostenido de décadas y se logró combinando materiales. Su eficiencia energética y ausencia de materiales tóxicos hacen a la bombilla LED, a pesar de su mayor costo inicial, la opción más económica y una herramienta para combatir el cambio climático.
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