Cuando los exploradores europeos llegaron al Caribe, y después a tierra firme por las Américas, trajeron algo más devastador que la conquista militar y la opresión de sus imperios: nuevas enfermedades, contra las cuales las civilizaciones nativas no tenían inmunidad.
A través de las crónicas de la época se sabe, por ejemplo, que los primeros exploradores de La Florida y la periferia caribeña de Norteamérica encontraron múltiples poblados con miles de habitantes, en sociedades bien organizadas y prósperas. Cuando llegaron pocos años después las olas de conquistadores, encontraron restos de civilizaciones en descalabro social y económico.
Sin saberlo, los primeros visitantes habían llevado enfermedades que eran relativamente inocuas para los europeos –ya habían desarrollado inmunidad tras sobrevivir a múltiples plagas medievales– pero que diezmaron a las poblaciones indígenas. En la isla Española, donde Cristóbal Colón estableció el primer asentamiento español, la población indígena bajó de un millón a 30.000 habitantes en 20 años. Las enfermedades de los españoles prácticamente extinguieron a los taínos, al punto de que hoy solamente queda su rastro genético en partes del ADN de algunos habitantes contemporáneos de la isla y la región vecina.
Cuando Hernán Cortés llegó a las orillas caribeñas del Imperio azteca en 1520, tenía entre sus hombres un esclavo africano infectado con viruela. Cuando incursionó contra la capital Tenochtitlán dos meses después, la enfermedad ya había llegado; a su paso encontró incontables muertos, incluyendo al emperador y gran parte de su corte, lo que facilitó la conquista de los sobrevivientes, traumatizados por esa nueva plaga desfigurante y letal. Tras seis meses, la mitad de la población de Tenochtitlán, que se calcula entre 100.000 y 600.000 habitantes, había muerto de viruela.
Otras enfermedades que trajeron los europeos incluyen la gripe común y el sarampión. Estas no se habían erradicado en Europa, pero su incidencia era menos común porque muchos –luego de generaciones de sobrevivientes– tenían un nivel de inmunidad que permitía portar la infección sin tener síntomas evidentes.
No se sabe a ciencia cierta cuánta gente murió en las décadas iniciales de la exploración y conquista de América. Actualmente se calcula que perdió la vida más de la mitad de la población nativa, tal vez decenas de millones, y el impacto social fue devastador, desde Alaska y las planicies de Norteamérica hasta lo más profundo de la Amazonía.
“Las enfermedades de los españoles prácticamente extinguieron a los taínos”.
—Del pasado al presente —
Hoy quedan muy pocos pueblos indígenas aislados, y gran parte de ellos ya han sido expuestos de alguna manera a varias de las enfermedades para las cuales hemos desarrollado defensas tras varias generaciones o tenemos vacunas muy efectivas, como el sarampión.
Una de las instancias más recientes se dio en territorio yanomani, en la frontera entre Brasil y Venezuela, en la década de 1950 y 1960. Sus poblaciones casi desaparecieron a causa de un brote de sarampión y otras enfermedades transmitidas durante el contacto con personas del exterior.
—Nuevas pandemias —
Si bien no se sabe con precisión con qué animal el COVID-19 dio el salto de especies al contagiar a una persona, ya se sabía del peligro que presenta el comer ‘carne de monte’ o tener como mascotas animales silvestres. El VIH, virus causante del sida, fue adquirido por contacto con monos; el ébola, una de las enfermedades más letales conocidas, también se originó en poblaciones animales, incluyendo monos y murciélagos.
Un descubrimiento relativamente nuevo es la facilidad con que el contagio puede suceder en la dirección opuesta. En el 2006, tres brotes de infecciones respiratorias diezmaron una población de chimpancés que estaban siendo estudiados por científicos en África.
Las autopsias revelaron que las infecciones fueron causadas por virus comunes entre humanos que nuestras defensas controlan y que apenas nos causan resfríos, pero eran totalmente nuevos para los chimpancés. Una década después se descubrió otra colonia de chimpancés con lepra, enfermedad nunca antes observada en esa especie, que habría sido transmitida por pobladores de la región.
— Jugando con fuego —
El contagio entre humanos y animales silvestres puede darse por contacto breve y aparentemente amistoso, como un encuentro en la selva con monos acostumbrados a los visitantes. Un patógeno puede transmitirse a través de la respiración, del mismo modo en que podemos contagiarnos de la gripe o el COVID-19.
Esto ha llevado a nuevos protocolos para estudios de campo y el cuidado de animales cautivos. Estas precauciones para evitar posibles contagios de animales o de humanos, incluyendo el distanciamiento social, han sido adoptadas en algunas partes del mundo por comunidades que coexisten con áreas silvestres y operadores de ecoturismo.
Esto no implica prohibir la cacería de subsistencia tradicional. Por ejemplo, en las comunidades nativas de la Amazonía, la cacería tiende a ser muy limitada, con conocimiento especializado de las especies consumidas y uso de técnicas adecuadas. Por otro lado, como se ha visto con el coronavirus, cuyo origen se ha trazado a un mercado de animales y carnes silvestres en China, el riesgo puede ser catastrófico cuando las especies silvestres se comercializan en centros urbanos y entre poblaciones no expuestas tradicionalmente.
De manera inversa, el contacto humano con especies silvestres también podría desencadenar pandemias en el reino animal, de cuyas consecuencias posiblemente ni nos daríamos cuenta hasta que hayan llegado a niveles catastróficos, como la desaparición inexplicable de una o más especies de una región.
Aparte de las nuevas lecciones del coronavirus, si hay una lección que las pandemias nos han dado desde siglos atrás –pero parece no haber sido aprendida– es que, tanto al contactar nuevas culturas aisladas como al interactuar con la naturaleza, lo mejor es hacerlo con gran respeto, lo que incluye un prudente y cauteloso distanciamiento social.
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