Una serie de alertas de deforestación detectadas por una plataforma de monitoreo satelital fueron el punto de partida para esta historia. Más de 2 mil eran un indicador suficiente para saber que algo estaba ocurriendo en la comunidad nativa Santa Martha, en Codo del Pozuzo, Puerto Inca (Huánuco). Una región donde los cultivos ilegales de coca, la aparición de narcopistas y la violencia criminal han cobrado por lo menos la vida de un líder indígena este año.
Lo primero que se percibe al buscar testimonios en una comunidad que soporta presiones como las descritas es temor y una gran incertidumbre. Fue así como llegamos a un comunero al que por seguridad solo identificaremos como Mario. Su nerviosismo es evidente del otro lado del teléfono cuando narra que, hace apenas unas semanas, tres hombres intentaron acuchillarlo y que hoy se siente desprotegido. Él sabe quiénes lo atacaron y sospecha que buscaban hacer pasar su muerte como el saldo de una pelea callejera en Santa Martha. Pero aquella tarde sus familiares corrieron a auxiliarlo y los tres sujetos huyeron.
Hace más de un año, Mario enfrenta hostigamientos y amenazas por denunciar una incesante deforestación en su comunidad, situada en la selva central de Perú. Él ha reportado varias veces ante la Federación Nativa de Comunidades Cacataibo (Fenacoca) el avasallador incremento de cocales sobre lo que eran amplias extensiones de bosque primario. Mario destaca en la conversación que ha recibido ataques continuos. A mediados de 2019, por ejemplo, un grupo de desconocidos lo interceptó cuando caminaba por unas chacras y, tras arrinconarlo, le lanzó la advertencia que hasta ahora lo atormenta.
“Vamos a matar a toda tu familia”, le gritaron. Sin proponérselo, Mario había estado cerca de una pista de aterrizaje utilizada por los narcotraficantes que procesan droga.
Cada cierto tiempo, el comunero recibía llamadas anónimas: le increpaban que estaba siendo vigilado, que no vuelva a denunciar nada sobre la depredación y los cultivos ilegales. Así, en sobresaltos, llegó a la tarde en que intentaron acuchillarlo. Algunos cacataibos de Santa Martha creen que la muerte de Mario iba a ser como una suerte de advertencia para que el resto permanezca en silencio ante la devastación de sus bosques.
Este comunero vive en una casa de madera frente a sus chacras de maíz. A veces ve grupos de extraños merodeando entre esos sembríos y aquello lo aterra. Incluso, horas antes de que brindara su testimonio a Mongabay Latam, había encontrado latas de atún y bolsas de galletas entre el maizal y los platanales contiguos. Está seguro de que habían estado esperándolo por horas –acaso días- a que salga de su vivienda para matarlo. Llora de impotencia y miedo mientras su voz rota describe el trance que vive:
“Yo estoy buscado y temo bastante. Mis hermanas, mis cuñados, casi toda mi familia está amenazada. Quizás nos hemos metido a pelear contra ellos pero ya son demasiados. Cada día van aumentando de a cinco, seis. No puedo salir, no tengo confianza, no sé qué hacer”.
Deforestación en alza
Santa Martha es una de las nueve comunidades indígenas cacataibo que existen entre Huánuco y Ucayali. El pueblo tiene dos anexos: Campo Verde y Nueva Alianza. Unas 150 familias o, aproximadamente, 500 comuneros viven dentro de las 14.485 hectáreas que abarca la comunidad. La investigadora del Instituto del Bien Común (IBC) Sandra Ríos explica a Mongabay Latam que, según la ley de comunidades y el documento de titulación otorgado, Santa Martha cuenta con 5.400 hectáreas para que los comuneros las empleen en agricultura o pastos para ganadería. El resto es territorio de bosques que deben ser conservados.
Sin embargo, la especialista precisa que un grave problema en diversas comunidades nativas, como esta, es que sus planos no especifican cuál debe ser el área de uso comunal. Es decir, nunca se sabe claramente dónde los indígenas deberían estar trabajando la tierra.
“Queda muy abierto en qué parte los comuneros deciden realizar esas actividades. Ellos se rigen por las leyes de protección y conservación de los bosques. Y al mismo tiempo denuncian si hay deforestación que ellos no están haciendo”, dice Ríos.
El IBC, asociación civil que trabaja con comunidades rurales para la gestión de sus recursos, tiene documentado que la deforestación de bosques primarios en Santa Martha llegó a 118 hectáreas en el 2016. Además, en los talleres que ahí desarrolló la institución durante los últimos años, se detectó que las invasiones sobre áreas previamente taladas ya no tenían un fin agrícola o ganadero sino para cultivos ilegales de coca o pozas de maceración.
Mongabay Latam rastreó a través de la plataforma de monitoreo satelital Global Forest Watch (GFW) este incremento que ha sucedido progresivamente al menos desde el 2015. En este año se han registrado 2535 alertas de deforestación en total, la mayoría de ellas en octubre, 1253 alertas. La situación empeora cuando se mira alrededor de la comunidad: 5040 alertas en el perímetro de Santa Martha.
“El patrón aquí es interesante, ya que los espacios deforestados fuera de la comunidad lucen muy distintos a los que están dentro”, señala Mikaela Weisse, gerente de GFW. Según la especialista, esto puede indicar que se realizan dos tipos distintos de agricultura. “Hemos encontrado que se ha reiniciado la deforestación en agosto y hay un pico alertas en octubre”, agrega.
La Federación Nativa de Comunidades Cacataibo (Fenacoca) estima que actualmente hay unas 200 hectáreas deforestadas en Santa Martha. Pero habitantes de este y de diversos pueblos cercanos señalan que la depredación de bosques ya supera las 600 hectáreas.
Sandra Ríos detalla que la ubicación y contexto de Santa Martha son dos factores que la han hecho vulnerable a las usurpaciones de tierras. Al sur, esta comunidad tiene como lindero al río Zungaruyacu pero no colinda con otro territorio indígena. Por ello, Santa Martha solicitó una ampliación hacia ese lado pero hasta ahora no ha sido aprobada. La investigadora del IBC remarca que, no obstante, los gobiernos locales sí han ido otorgando certificados de posesión para predios individuales en los alrededores. Eso permitió que las invasiones queden ‘formalizadas’, lo cual ha derivado en la deforestación del área.
“Las imágenes satelitales de esa zona evidencian que, prácticamente, ya no hay bosque porque todos son predios individuales. Lógicamente, primero fue solicitada la ampliación y luego fueron otorgados esos certificados de posesión”, indica.
Por el norte, Santa Martha limita con la comunidad nativa Unipacuyacu, otro territorio de indígenas cacataibo afectado por el mismo problema de tráfico de tierras y amenazas. Unipacuyacu no cuenta con un documento de titulación pese a que sus líderes llevan más de 10 años requiriéndolo. Esa condición ha convertido a este pueblo en escenario de continuas incursiones y despojos de territorios indígenas.
La depredación que se inicia en Unipacuyacu es la que alcanza a Santa Martha por el norte. El pasado 12 de abril, el entonces líder indígena de Unipacuyacu, Arbildo Meléndez, fue asesinado de un balazo luego de varios meses de amedrentamientos. Meléndez gestionaba con insistencia el título para su comunidad y esto lo había puesto en la mira de los traficantes de tierras. La muerte del apu fue, precisamente, en un bosque de Santa Martha.
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Tierras de nadie
El presidente de Fenacoca, Herlin Odicio, dice que las incursiones en Santa Martha arreciaron a partir del 2018. Otra situación que contribuyó a esta crisis, precisa, es que el Estado no especifica los puntos o coordenadas limítrofes en los títulos que entrega. En las inspecciones que la Fenacoca realizó con apoyo del IBC para la georeferenciación de comunidades, Odicio encontró varios caseríos que habían trasgredido los límites reales de pueblos indígenas cacataibo como Santa Martha o Sinchi Roca. Esto ocurre, básicamente, en los bordes de aquellas comunidades.
“Como los linderos no están bien definidos, los indígenas de esas zonas no tienen claro si realmente ingresaron o no a su territorio. Cuando se dan cuenta, los invasores ya están instalados”, señala Sandra Ríos. Y detalla que así se van ampliando las invasiones. Luego los usurpadores empiezan a deforestar y aparentan estar haciendo uso del territorio para fines agrícolas. Ello les vale para obtener sus certificados de posesión y de esta forma quedar asentados legalmente.
Un comunero con más de 40 años viviendo en la zona indica a Mongabay Latam que los caseríos formados en los bordes de Santa Martha no están poblados por indígenas sino por gente que ha llegado de Codo del Pozuzo o de la misma ciudad de Huánuco. Según relata, ellos venden parcelas a narcotraficantes, quienes después las convierten en cultivos de coca que van extendiendo y, en consecuencia, incrementan la deforestación de bosques primarios.
“La deforestación va haciendo a Santa Martha como una isla de bosque al medio de todo un área que es de uso agrícola o de pastos. Nuestros mapas han venido demostrando cómo ha avanzado esa dinámica año tras año”, refiere la especialista del Instituto del Bien Común.
Los habitantes de las comunidades afectadas por la deforestación saben en detalle las etapas cómo se ejecuta la depredación. La primera es la roza o el corte de la vegetación más pequeña. Luego, grupos provistos con motosierras tumban los árboles. Un mes después, aproximadamente, todo empieza a ser quemado y entonces se inicia la siembra. Los dueños de cada parcela de coca regresan cada mes, pero dejan en el pueblo a hombres a cargo de verificar la producción y de vigilar los terrenos.
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Pueblo hostigado
Los indígenas de Santa Martha se sienten controlados y sin protección, más aún desde que empezó la pandemia y los patrullajes por la zona cesaron. Comentan que de día los vigilan si salen de la comunidad o si suben a los cerros en busca de señal telefónica para poder llamar. Ellos denuncian que ni la policía ni la fiscalía a cargo han entrado a Santa Martha durante el tiempo que se propagaron los contagios de Covid-19. Por eso expertos consultados para este reportaje indican que este es el año que más están parcelando y que hay mayor incremento de cultivos ilegales. Para defenderse, la comunidad conformó comités de vigilancia, pero ello devino en una seguidilla de amenazas que ha dejado a los indígenas sin más reacción.
El presidente de la Fenacoca señala que hace dos meses un hombre lo buscó en su casa. Lo que pretendía, cuenta el dirigente, era amedrentarlo y negociar con él para que no siga reportando sobre los sembríos de coca en los territorios indígenas cacataibo. “Nosotros te conocemos y conocemos quiénes son los que están denunciando”, recuerda que le increpó. Además, que le habló acerca de las pistas de aterrizaje o ‘narcopistas’ que hay en Codo del Pozuzo y diversos sectores de Ucayali.
Herlin Odicio narra que el hombre quedó en visitarlo de nuevo para seguir conversando, pero ya no lo volvió a ver. El dirigente, sin embargo, recibe hasta hoy llamadas y mensajes intimidatorios. Por eso pidió garantías y desde entonces tienen asignada una custodia policial. Odicio indica que una situación similar viven dirigentes de la Organización Regional de la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana – Ucayali (ORAU), de la Federación de Comunidades Nativas de Ucayali (Feconau) y de la comunidad de Unipacuyacu.
Pero lo que el presidente de la Fenacoca escuchó aquella vez del sujeto que lo visitó era cierto. Mongabay Latam conversó con fuentes locales quienes indicaron que en Santa Martha hay al menos dos pistas desde donde despegan avionetas con cargamentos de droga. Una de estas es una trocha carrozable que conecta a la comunidad nativa con Codo del Pozuzo y que también es usada como narcopista. Esta vía, aseguran, fue solicitada por los pobladores del anexo Nueva Alianza a la alcaldía de Codo del Pozuzo. Ellos demandaban mayor facilidad para ingresar a su tierra; sin embargo, poco tiempo después de que fuera habilitada la carretera surgieron comentarios sobre el uso que le estaban dando los narcotraficantes.
En entrevista con Mongabay Latam, el especialista en temas de seguridad pública y narcotráfico Jaime Antezana explicó que Codo del Pozuzo, por ser una zona llana y de enormes pastizales, es un distrito, principalmente, ganadero. Estas características lo han hecho también un lugar propicio para concentrar pistas de aterrizaje y áreas de producción de coca. “En el llano están las pistas pero si vas subiendo llegas a los cocales”, precisó. Las provincias de Puerto Inca (Huánuco), a la cual pertenece Codo del Pozuzo; Oxapampa (Pasco); Atalaya (Ucayali) y Satipo (Junín) convergen en un ámbito donde la Policía Nacional del Perú destruyó 40 pistas de aterrizaje entre el 17 de julio y el 4 de setiembre últimos.
Antezana refirió que desde el brote de la pandemia en el Perú (marzo) hasta la quincena de mayo, la producción y el tráfico de droga estuvieron paralizados. No obstante, sostuvo, la demanda de coca en el mundo fue en incremento y ello ocasionó que el narcotráfico quebrara la cuarentena. A su juicio, la pandemia también obligó a que muchas familias busquen una actividad de ingresos inmediatos, y por ello gran cantidad de migrantes llegaron a diversas zonas de Loreto, San Martín, Ucayali, Junín, Ayacucho y Huánuco para dedicarse al cultivo de coca.
“Este torrente de migrantes aprovechó el regreso de los que habían quedado varados por la orden de inamovilidad. Entonces se produjo una explosión del crecimiento de la coca que siempre está precedido por la tala”, acotó.
El experto ha estimado que durante todo el segundo semestre del año las zonas de reserva y comunidades nativas registraron invasiones con miras a la tala y al posterior cultivo de coca. Una situación que, en sus palabras, se ha desbordado pues, más allá del irrespeto a la territorialidad, hay signos evidentes de prepotencia y agresividad contra los indígenas. Además, Antezana apunta que el declive en las labores de erradicación de coca, propiciado por la pandemia, es otro factor que ha abonado a la expansión de los sembríos y los delitos conexos.
“Normalmente en el Perú, de acuerdo con las estadísticas, se erradicaban 25 mil hectáreas anuales de hoja de coca. Este año no llega ni a dos mil. Cuando se inició la erradicación, el 1 de octubre, había solo 1.200 hectáreas erradicadas en todo el año”, precisó.
Mongabay Latam buscó las versiones del Ministerio del Interior y de la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida) pero hasta el cierre de este reportaje no obtuvimos respuesta.
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Urgen acciones de fuerza
En su último informe sobre sembríos de coca en el Perú, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc por sus siglas en inglés) registró que la superficie cultivada en comunidades nativas aumentó de 2.757 hectáreas en el 2016 a 3.366 hectáreas en el 2017. Hubo un incremento de 22% de un año para el otro. El narcotráfico y la deforestación como delitos conexos han ido creciendo de forma sostenida en lugares como Santa Martha, de acuerdo con el análisis de los especialistas consultados para este reportaje.
El fiscal provincial de la Fiscalía Especializado en Materia Ambiental (FEMA) de Ucayali, José Luis Guzmán Ferro, cuya jurisdicción abarca la comunidad de Santa Martha, apuntó que la presencia del Estado es muy limitada en las partes alejadas de la selva y que eso la delincuencia lo conoce muy bien. Coincidió en que los bosques de las comunidades nativas de Puerto Inca son actualmente un área de depredación. Y que durante la pandemia el crimen ha aprovechado bien las limitaciones –de menor actividad o actividad mínima- establecidas por las entidades públicas.
El representante del Ministerio Público asegura que ha llegado a sectores como Santa Martha y participado en la erradicación de plantaciones, pero afirma que los traficantes solo están a la espera de que las autoridades se vayan para seguir arrasando el bosque. “Estas personas dedicadas a la droga ya saben bien las deficiencias del Estado. No se hace nada con que un fiscal vaya a constatar”, declaró.
Para José Guzmán el problema tiene que abordarse de una forma más radical. Una acción contundente y de fuerza que posibilite destruir todos los sembríos ilegales y lo que las bandas tienen almacenado. En cuanto al lado competencial, refirió que lo que sucede en Santa Martha son casos de tráfico ilícito de drogas. Por eso, en situaciones como esta, la FEMA a su cargo realiza las coordinaciones correspondientes con la fiscalía antidrogas. Pero hasta ahora no se ha registrado acción alguna de este despacho.
La Defensoría del Pueblo ha identificado que el tráfico de tierras y el narcotráfico, junto con la minería ilegal, son los tres grandes problemas vinculados directamente con la inseguridad y los atentados contra las comunidades nativas. Para la abogada Alicia Abanto, adjunta de esta institución para el Medio Ambiente, Servicios Públicos y Pueblos Indígenas, el contexto de la pandemia permitió que las actividades ilegales recrudezcan y, en consecuencia, haya un crecimiento en los arrebatos de tierras y deforestación.
Según indicó, el Estado ha avanzado en el reconocimiento normativo de los derechos de los líderes indígenas, pero esto aún no se refleja en la protección efectiva de sus territorios o de ellos mismos. Abanto, como el fiscal Guzmán, consideró que la presencia del Estado es débil en aquellas zonas lejanas donde, justamente, están quienes sufren amenazas o atentados contra sus comunidades. “Es un problema tan grande y una realidad muy cruda en nuestro país”, dijo la abogada.
El reto principal en esta coyuntura, añadió, es fortalecer la relación entre las organizaciones indígenas de base con las autoridades locales (alcaldes, prefectos, jefes policiales o fiscales). Alicia Abanto explicó que la brecha existente entre ambas partes no ha posibilitado, por ejemplo, que se concreten las garantías de protección contra indígenas amenazados. Esta es otra crisis que acusan con angustia los comuneros de Santa Martha. Más que a los despojos y la depredación, los cacataibos sobreviven día a día a la crudeza del olvido.
El artículo original fue publicado por Cristina Basantes en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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