“Cuando finalmente logré que el robot dijera algo, Juan no solo repitió lo que el robot decía, sino que me miró, miró al robot, y me volvió a mirar para comprobar si estaba viendo lo que él estaba viendo; como madre de un niño con autismo que no te mira a los ojos, ese fue el momento más increíble de mi vida”.
Lisa Armstrong recuerda perfectamente lo que sintió aquel día de principios de 2016, y no olvida todo lo que ocurrió antes, desde que adoptó a ese niño con desnutrición en Honduras, donde vivió como misionera por casi 14 años.
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Juan tenía 13 meses y había sido diagnosticado con microcefalia y varios problemas en el desarrollo, pero esta enfermera que atiende la llamada de BBC Mundo en Kansas no sabía que al volver a Estados Unidos con él se encontraría además con un diagnóstico de autismo.
El trastorno del espectro autista (TEA) afecta, aproximadamente, a uno de cada 100 niños —según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS)— y se caracteriza por diversos grados de dificultad en la interacción social, la comunicación y el comportamiento.
“Yo estaba en una situación muy delicada con Juan y me sentía completamente desesperanzada, pero una compañera de trabajo en el hospital me mostró un video de un niño con autismo interactuando con un robot llamado Nao”.
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En un artículo de un académico español Lisa supo del uso de robots como herramientas para mejorar la interacción social de niños con autismo. Y en una tienda canadiense, gracias a una oferta de black friday, encontró un robot de una empresa española mencionada en el artículo: Aisoy.
"Lo compré sin saber nada de computación ni de programación; del escuálido presupuesto familiar gasté un poco más de US$200 y cuando abrí el paquete me di cuenta de que no sabía ni conectarlo a mi wi-fi".
El caso de Lisa, Juan y el robot Aisoy es uno de los pocos que están documentados fuera de una Universidad, la mayoría de los estudios con chicos con autismo y robots han tenido lugar en los laboratorios universitarios donde se han detectado cambios notables en el comportamiento de estos menores.
Más adelante contaremos cómo Lisa logró programar su robot, ahora es tiempo de hacer un poco de historia.
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Imitar
En 1998, la Universidad de Hertfordshire, en el Reino Unido, comenzó con un proyecto pionero llamado AuRoRa (siglas en inglés para Plataforma robótica autónoma como herramienta reparadora).
Sus primeros estudios comprobaron que los chicos miraban directamente al robot, le prestaban mayor atención e imitaban sus gestos.
La imitación ha sido descrita por algunos expertos como el primer paso en la enseñanza de niños con autismo para comunicarse con el mundo exterior, algo que no es sencillo para ellos.
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Aunque el espectro autista es muy amplio, con síntomas que van de leves a severos, los niños con autismo suelen tener dificultades para interactuar con otras personas, tienden a aislarse y a evitar el contacto visual, a menudo no reconocen las emociones de los demás ni cómo sus acciones afectan a los otros.
También exhiben una discapacidad en el lenguaje, que puede ir desde no pronunciar palabra hasta ser incansables conversadores que no permiten a nadie unirse a la conversación.
La iniciativa AuRoRa comenzó con una muñeca robótica llamada Robota que alentaba en los chicos con autismo la imitación de los gestos del robot y la interacción con el terapeuta humano. Pero varios maestros y terapeutas se sentían amenazados.
Simpleza y predictibilidad
Fue entonces cuando en 2002 se sumó al proyecto Ben Robins, un investigador israelí que provenía de dos disciplinas muy distintas: ciencias informáticas y terapia de movimiento a partir de la danza, esta última le había brindado mucha experiencia con gente con capacidades especiales.
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Desde Hertfordshire, Robins le dice a BBC Mundo que en esos años la tecnología era muy limitada -por lo que los investigadores parecían más titiriteros que informáticos- y que no todos estaban abiertos a esta idea de utilizar robots.
Por eso, en el verano boreal de 2003, él se dirigió al céntrico barrio londinense de Covent Garden para hablar con uno de esos artistas disfrazados que se quedan quietos para lograr unas monedas de los turistas.
“Me acerqué a uno y como no me respondió, le dejé una libra esterlina y un mensaje: ´Quiero contratarte´”.
“Un psicólogo me preguntó por qué tenía que ser un robot, por qué no podía ser un humano actuando como un robot”, contó Robins.
En una escuela de Essex, este “robot teatral” vestido con ropa normal comenzó a hacer movimientos robóticos frente a cuatro niños con autismo. Ninguno de los chicos le prestó atención. Horas después, el mismo artista se cubrió de pies a cabeza con un disfraz de robot gris metálico, máscara incluida.
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“Inmediatamente uno de los niños corrió hacia él, lo tocó, lo abrazó. Y los cuatro niños jugaron con él, y lo imitaron. Fue como la noche y el día”, dice Robins.
Con la máscara y el disfraz puesto, era más simple interactuar con el “robot teatral” para unos niños que, explica el investigador, presentan serias dificultades para entender las sutilezas del rostro humano, sea una sonrisa gentil o irónica, sea una ceja levantada en interrogación o amenaza.
Simpleza y predictibilidad, dice el académico, son claves en la comunicación con chicos con autismo, que suelen tener -también- patrones de conducta repetitivos y una cierta resistencia a cualquier cambio en la rutina.
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Con respecto a la simpleza, Clarisse Le Guyader, integrante del departamento educativo de United Robotic Group, la empresa que fabrica al robot Nao, explica que además de los gestos y las expresiones, estos niños enfrentan dificultades en la comunicación por las distintas entonaciones de las voces humanas.
“Los robots son totalmente diferentes: más allá de su fisonomía humanoide, su expresión facial y el tono de voz son neutros”, le dice a BBC Mundo desde París.
Emile Kroeger, ingeniero en aplicaciones robóticas en la misma empresa, destaca la predictibilidad y dice que al niño le genera confianza el hecho de que “el robot es capaz de hacer una acción una y otra y otra vez, sin cansarse, molestarse o perder la paciencia; y además, el robot es más pequeño físicamente que el niño, lo que lo hace menos intimidante”.
Con los robots, los niños con autismo pueden incluso explorar su propia fuerza en un ambiente seguro, ya que a veces no son conscientes del dolor que pueden causar a otros con un golpe, un pisotón o una cachetada. El robot, a partir de sus sensores, comunica cuando “ha sido lastimado”.
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Kroeger añade que la robótica no solo puede ser utilizada para mejorar la capacidad de interacción de estos niños, sino que también puede ser un medio de expresión para aquellos que puedan programar al robot.
Porque el espectro autista es tan amplio que también existen niños con autismo que se destacan por sus capacidades cognitivas y su pasión por la tecnología.
Errores
“Los niños con autismo suelen ser muy curiosos, quieren entender cómo funcionan las cosas y los robots son asombrosos para ellos”, le dice a BBC Mundo Emilia Barakova desde Países Bajos.
Esta investigadora nacida en Bulgaria trabaja en la Universidad de Tecnología de Eindhoven y lleva 17 años estudiando robots y otras tecnologías para chicos con autismo.
“Tenemos varios experimentos con robots en clases de chicos con y sin autismo. Y los chicos con autismo suelen ser los más astutos, hacen todos los trucos posibles para ver si el robot es estúpido; y realmente se divierten”, dice la investigadora.
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Esta capacidad de divertirse con el robot a partir de sus errores es algo que también resalta Ben Robins.
“Una vez, yo apreté el comando equivocado. Entonces el robot se equivocó. Y el niño, que no tenía mucho lenguaje, comenzó a reír y a decirle al robot: ´error´, ´error´; ahí comprobé que al niño le había gustado el error”.
Entonces, el investigador de la Universidad de Hertfordshire comenzó a provocar el error del robot a propósito, lo cual entusiasmó más al niño y generó un descubrimiento.
“El niño en un momento se dio cuenta de que yo tenía algo que ver con esos errores. Entonces, cada vez que había un error el niño me miraba, reía y todo su afecto estaba dirigido a mí. Y fue claro para los dos que ahora ambos estábamos jugando”.
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Esto, para el académico israelí, es fundamental, porque si bien el robot y la inteligencia artificial son muy atractivos, la tecnología es solo una herramienta, lo más importante es la interacción humana.
Autonomía
Esta discusión sobre el factor humano revela uno de los aspectos más relevantes sobre el uso de robots en la terapia de niños con autismo: ¿cuál debe ser la autonomía del robot?
Existen actualmente muchos modelos en el mercado y en las universidades. Todos utilizan diversos tipos de sensores táctiles, cámaras y micrófonos para reaccionar a los comportamientos del niño, gracias a programas de inteligencia artificial.
Pero como dice José Manuel Ferrández, investigador que trabaja robots y niños con autismo en el Instituto de Biotecnología de la Universidad Miguel Hernández, hay muchos recursos para incluso leer el estado emocional del niño.
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“Tenemos una pulsera que detecta si el niño está sudando mucho o no, en función de cómo conduzca la electricidad la piel, eso puede indicar su nivel de estrés; mide además la variabilidad cardíaca: si se acelera o no el corazón”, le dice a BBC Mundo desde Elche, España.
Emilia Barakova, quien colabora con este proyecto de la universidad española, dice que algunos terapeutas no quieren que se implementen muchos aspectos vinculados a la inteligencia artificial:
“Cuando intentamos que el robot tenga ciertas autonomías nos dicen que no, que ellos quieren mantener el control en ciertas áreas”.
Kaspar, el robot de la Universidad de Hertfordshire, es uno de los pocos que puede ser manejado con un control remoto.
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“El control remoto no es un indicio de una tecnología no desarrollada. Es una herramienta para controlar el juego. Y es otra forma para que el niño y el terapeuta interactúen. Porque su interacción conmigo es más importante que su interacción con el robot”, le dice Ben Robins a BBC Mundo.
Pero Barakova indica que, incluso en una nación con muchos recursos como Países Bajos, “los niños con suerte pueden tener una sesión de terapia una vez por semana, muy pocos tiene acceso a varias horas al día con un terapeuta”.
Y el tema económico nos regresa a la historia inicial, a cómo Lisa Armstrong aprendió a programar un robot.
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Juan
“Me sentía tan culpable de haber gastado los pocos recursos de mi familia en algo que no sabía si podía hacer funcionar que cada noche, cuando regresaba del trabajo, leía las instrucciones y buscaba las palabras que no entendía en Google”, le dice a Lisa BBC Mundo.
Además, se comunicó con los creadores del robot quienes jamás habían pensado que su creación podía ser utilizada del otro lado del Atlántico por una madre para conectarse con su hijo.
Los “padres” de Aisoy eran José Manuel del Río y David Ríos, dos españoles que le cuentan a BBC Mundo que el correo en el que Lisa les contaba cómo su robot le había cambiado la vida los emocionó y los sorprendió por igual, porque no era un robot fácil de programar.
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La pandemia y los problemas en el suministro de chips terminaron con la empresa, que había levantado como bandera fabricar robots sofisticados pero a precios accesibles. Sin ese costo, y sin la ayuda que luego le prestaron ambos a Lisa, ella no podría haber encontrado nuevas opciones para Juan, luego del primer momento de conexión.
“Es importante dejar claro que esto no es ´una solución mágica´”, advierte Lisa, luego de recordar que muy pronto su hijo comenzó a aburrirse con las rutinas y se vio obligada a crear nuevas interacciones con el robot.
Como dice Brian Scassellati, del Departamento de Ciencias Informáticas de la Universidad de Yale, esta primera fascinación del niño con el robot dura un determinado tiempo, pero si no hay nuevos estímulos los niños se aburren.
“Es como si te contaran la misma broma todos los días, llega un momento que dejas de reírte”, ejemplifica este experto, que en los últimos años ha encabezado un programa para llevar los robots de las universidades a las casas de los niños con autismo.
Para Lisa, la solución fue que Juan se sentara con ella cuando buscaba nuevos efectos de sonido o medios para que cambiara la forma de la boca del robot.
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“Haciendo estos cambios podía recuperar su atención y era genial compartir este espacio en donde él esperaba que el robot dijera algo distinto, o cambiara su expresión facial, o adoptara un color diferente”.
Hoy, esta enfermera dice que algunos cambios positivos en el comportamiento y en el lenguaje de Juan permanecieron y otras fueron temporales.
“Para mí, el verdadero milagro que trajo el robot fue encontrar nuevas formas de conectarme con mi hijo que no existían antes; en lugar de seguir sintiéndome impotente, cada vez más lejos de Juan, encontré una forma de jugar con él, de comunicarnos”.