Un educado caballero de barba blanca llega al último lugar al que un ser humano puede llegar en sus circunstancias. Pasa por los trámites de rigor, firma donde tiene que firmar, elige el naranja como su color favorito y la música clásica ligera como género predilecto. Antes de ingresar, el anciano pregunta si todo durará 20 minutos. Le aseguran que sí. Mientras lo preparan, toma una copa de vino, un lujo escaso en esos días difíciles, y se recuesta en una habitación, entre sábanas blancas, con una tenue luz anaranjada, mientras contempla en una pantalla imágenes de un pasado que el mundo parece haber ya olvidado. Animales silvestres, naturaleza, el sol en su plenitud y en su puesta, aves, peces, límpidos ríos, caballos comiendo hierba, verdes montañas, el descanso del mar entre las piedras. Nada de eso existe ya en el presente que cuenta esta historia. Suenan Tchaikovski, Beethoven y Grieg. “He vivido demasiado”, le dice el anciano al amigo que, sorprendido por su decisión, llega al lugar y le habla a través de un intercomunicador, desde otra habitación. Ambos derraman unas lágrimas e intercambian unas palabras postreras que no alcanzamos a oír. Un horrible secreto se ha revelado. El gesto de asombro no se borrará nunca del rostro de quien yace en aquella cama, porque es su gesto final. Y así, ante los ojos del mundo, Edward G. Robinson –llamado aquí Sol Roth-, se despedía del cine y de la vida poco más de 40 años después de que llegara a la fama en Hollywood. Hoy, visto en retrospectiva, parece el final perfecto para cualquier actor: desplegando su talento frente a las cámaras como dignísimo epílogo a su carrera.
En aquella ficción, se vive una etapa posterior a un caos planetario. 40 millones de personas viven en una Nueva York decadente y hacinada. La mitad de esa gente está desempleada. La contaminación se ha adueñado del mundo. Hay caos, calentamiento global, violencia, hambruna y pestes. Muchos salen a la calle con mascarillas. Hay toque de queda todos los días. En ese contexto de escasez, el Soylent aparece como la gran oportunidad de alimentar al mundo. Ofrecido en sus versiones rojo y amarillo como un “concentrado de vegetales”, lanzan una nueva: Soylent Green, “alimento a base de plancton cosechado en los océanos”. Sin embargo, debido a su éxito, ya está escaso. En la historia, se vive el año 2022. El viejo profesor jubilado acaba de encontrar el secreto tras el Soylent Green y va hacia él en la sublime escena que describimos en las primeras líneas.
A pesar de que había hecho apariciones desde que el cine aún era mudo, Edward G. Robinson le debe el despegue de su carrera a “Little Caesar” (Melvin LeRoy, 1931). En aquel clásico del cine de gánsteres, su personaje, el inescrupuloso, vengativo y violento Rico Bandello, tuvo un final bastante menos placentero que el de Sol Roth. Entre aquella película y Soylent Green, el último trabajo en el que se despide con aquella ceremonia de eternidad, pasaron todo tipo de personajes, usualmente matizados por los claroscuros del cine en blanco y negro. En el Hollywood Dorado, su fama de duro contrastaba con la realidad: tuvieron que ponerle cinta adhesiva en los ojos para que no cerrara los ojos en las escenas en las que disparaba: Robinson no era capaz de disparar una pistola. Bandello, sí.
A tiro limpio
Para el momento en el que hizo Little Caesar”, Edward G. Robinson tenía ya 38 años. Cuando de pronto pensaba que su preparación en la Academia Americana de Artes Dramáticas le iba a servir solo para ser otro actor secundario más, relegado a papeles menores, le llegó la gran oportunidad de convertirse en un mafioso vil. “¡Qué bueno que, finalmente, no me hice rabino!”, habrá pensando entonces sobre su vocación original. Al lado de James Cagney (”Public Enemy”, 1931) o Paul Muni (”Scarface”, 1932) iniciaron una fiebre por el cine gansteril que corría paralela a los escapes y persecuciones de los días de la Prohibición que se vivían en aquel tiempo. No importaba que su origen no fuera italiano, como en el caso de Al Capone y sus compinches, sino rumano. De hecho, hasta los 9 años vivió en una comunidad yiddish en su país natal. En aquellos días, respondía al nombre de Emmanuel Goldenberg. Su apellido original es la razón por la que se dejó la enigmática G en medio de su nuevo nombre. Su personificación de Bandello influyó decisivamente en el perfil de los gánsteres cinematográficos que vendrían años más tarde.
Cuando las cámaras de apagaban, sin embargo, este gánster era un tipo afable, de modales tranquilos, culto, intelectual y coleccionista de arte –en su casa tenía cuadros de Van Gogh, Picasso, Frida Kahlo, Toulouse-Lautrec o Modigliani-, al que algunos compañeros actores llamaban “un hombre del Renacimiento”. De estatura baja, algo regordete, con un cuello casi inexistente y rostro de boxeador retirado, bohemio y golpeado por la vida, Robinson/Goldenberg no encajaba para nada en el arquetipo de galán hollywoodense que encarnarían en aquellos años Gary Cooper, Errol Flynn o Clark Gable. El éxito del cine de gánsteres le dio también pase para el peldaño siguiente: el cine negro.
Antes, en 1931, se une a James Cagney en Smart Money, drama criminal sobre apostadores y trampas en el que despliegan sus talentos histriónicos como si convirtieran cualquier baraja en un póker. Ese mismo año cambia de registro y se convierte en editor de un diario en Five Star Final, drama que pone en juego la ética periodística. Como hiciera una década más tarde con “Ciudadano Kane”, William Randolph Hearst, magnate de la prensa estadounidense, quiso censurar esta película. En este caso no fue por retratar su vida, sino por dejar una supuesta mala imagen del periodismo. Sin embargo, fue nominada al Oscar a Mejor Película y estuvo hasta el final de su carrera, entre las favoritas de Robinson.
El actor demostraba que su presencia no podía ser solo amenazante, sino también enigmática, atormentada, furiosa, vengativa, nostálgica y hasta vulnerable y frágil. En “Two Seconds” (Melvin LeRoy, 1932) es un condenado a muerte que recuerda las circunstancias que lo llevaron a la silla eléctrica; en “Balas o votos” (William Keighley, 1936) es un detective que se debate entre la policía y la mafia; en “Kid Galahad” (Michael Curtiz, 1937) es un promotor de peleas que tendrá algún inconveniente con Humphrey Bogart. Hizo también “Confesiones de un espía nazi” (Anatole Litvak, 1939) o “Lobo de mar” (Michael Curtiz, 1941), antes de iniciar una racha de títulos dentro de lo que, posteriormente, se conoció como film noir, que están entre lo mejor de su filmografía. Nada como los escenarios oscuros, los rincones sórdidos, las gabardinas, los sombreros a medio lado, los hombres malditos o las mujeres fatales para sacar lo mejor del talento de Edward G. Robinson.
Negra es la noche
“Double Indemnity” (Billy Wilder, 1944), “La mujer del cuadro” (1944) o “Scarlet Street” (1945) –ambas dirigidas por Fritz Lang-, “The Stranger” (Orson Welles, 1946), “The Red House” (Delmer Daves, 1947), “Key Largo” (John Huston, 1948), “Mil ojos tiene la noche” (John Farrow, 1948) o “House of Strangers” (Joseph L. Mankiewicz, 1949) marcan una década particularmente exitosa para él. En estos filmes fue, respectivamente, un sagaz investigador de seguros; un profesor de sicología involucrado con una femme fatal; un viejo y gris empleado, nostálgico y engañado, con un peculiar talento para la pintura; un acucioso investigador tras la pista de un nazi; un hombre castigado por la locura tras cometer un crimen que lo atormenta por años; un mafioso que se ve obligado a ocultarse en un hotel de Florida ante la llegada de un huracán; un hombre castigado con el talento de leer el futuro o un migrante que supo lograr fortuna para su familia, pero también obtuvo el desprecio de sus hijos. Su actuación en este filme –”House of Strangers”- le dio a Edward G. Robinson un premio en el Festival de Cannes.
La década, sin embargo, se cerraría con la sombra de la censura y la “Caza de brujas” a través del Comité de Actividades Antiamericanas, por un lado, y por el senador Joseph McCarthy, por otro. Como respuesta, Edward G. Robinson formó parte del Comité por la Primera Enmienda, un grupo de actores y trabajadores progresistas de la industria que estaban contra la persecución gratuita de pseudo comunistas dentro de Hollywood. Un Comité liberal se enfrentaba a uno reaccionario. Las autoridades estaban en el segundo grupo, utilizando métodos cada vez más cuestionables de persecución e incriminación, violando derechos fundamentales en su obsesivo camino. En el primero, al lado de Robinson, estaban John Huston, William Wyler, Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Gregory Peck, Katharine Hepburn, Rita Hayworth, Kirk Douglas, Henry Fonda, Burt Lancaster, Billy Wilder o Vincent Price. Pronto, sin embargo, ellos mismos fueron vistos como comunistas también, aunque ninguna de ellos lo fuera. Sin embargo, Robinson tuvo que hacer frente a dichas acusaciones. Además de los “10 de Hollywood” se elaboró una “lista negra” bastante más amplia. Todos los que figuraban en ella tendrían serias dificultades para encontrar trabajo en Hollywood los años que duró la “Caza de brujas”.
“Aquí, en América, la industria cinematográfica la maneja un puñado de millonarios inhumanos. Lo único que les importa es el beneficio. Para ellos, auténticos caciques del cine, la forma de ganar millones es secundaria. Todo vale, con tal que se gane varias veces el coste de una película, una vez que se distribuye. Esa gente no sabe lo que es moralidad ni justicia social”, le confesó Robinson una vez a Andréi Gromyko, ministro de asuntos exteriores de la URSS entre los años 1957 y 1985, quien llegó a conocerlo y contó el encuentro en su propia autobiografía.
Pasados algunos años y convertido ya en una leyenda viviente del cine, Edward G. Robinson llegó a las décadas del 50 y 60 con una filmografía sólida y diversa que había pasado por distintos géneros. Al actuar, parecía ser parte del escenario, del sonido, de la luz. Era la sombra necesaria, era la voz tras la cortina, el gesto al descubrir el crimen, la mirada que explora profundamente a su interlocutor, la sonrisa letal, el silencio en un mohín.
No tomarás su nombre en vano
Cuando la Caza de Brujas se convirtió solo en un mal recuerdo, en 1956 tuvo la oportunidad de ser parte de una película que lo haría eterno. Cecil B. De Mille, conocido macarthista, aunque enorme director, lo convocaría para “Los diez mandamientos”, superproducción que aún podemos ver cada Navidad y Semana Santa por televisión. En la historia del épico recorrido de Moisés por el desierto, su contacto con Dios y su rebeldía ante los egipcios, Edward G. Robinson se convirtió en Datán, un hebreo que trabaja para el enemigo como capataz de esclavos, demostrando un particular odio contra sus propios hermanos. A lado de Yul Brynner, Anne Baxter y Vincent Price, Robinson –que era de origen judío- fue uno de los villanos más destacados del filme.
Su actuación lo devolvió a la primera fila. Con 63 años, seguía listo para nuevos retos. Así, entre otros títulos, sumó a su filmografía clásicos como “A Hole in the Hand” (Frank Capra, 1959), donde trabajó junto a Frank Sinatra; “El premio” (1961), con Pau Newman; “Otoño Cheyenne” (John Ford,1964), con James Stewart y Richard Widmark o “The Cincinatti Kid” (Norman Jewison, 1965), protagonizada por Steve McQueen y con guion de Ring Lardner Jr., uno de los “10 de Hollywood”. Allí hace uno de sus papeles más icónicos: Lancey Howard, un viejo y legendario jugador que conoce todos los secretos del póker. La elección original era Spencer Tracy, pero su mal estado de salud se lo impidió. En 1968, Robinson estuvo a punto de interpretar al Dr. Zaius en “El planeta de los simios”, pero las largas sesiones de maquillaje que tuvo en una primera prueba -y su corazón ya débil- lo hicieron desistir.
Luego, llegaron sus últimos personajes importantes, en “El oro de Mackenna” (J. Lee Thompson, 1969) y la mencionada inicialmente, “Soylent Green” (Richard Fleischer, 1973), en la que nuevamente comparte escenas con Charlton Heston y que, con los años, se convirtió en una película de ciencia ficción de culto.
A pesar de que, a través de su filmografía, es posible entender la evolución del propio Hollywood, Edward G. Robinson no recibió en vida una sola nominación al Oscar. Recién en los últimos meses, cuando estaba ya enfermo de cáncer, le dieron la noticia de que recibiría un Oscar Honorario en la ceremonia de 1973. Su resquebrajada salud, sin embargo, le impidió estar presente en esa fecha. Murió solo unos días después de haber filmado su propia muerte en “Soylent Green”, el 26 de enero de 1973. Charlton Heston lo engrió en sus últimos días, durante aquel rodaje: llevaba los mejores quesos y vinos para su disfrute, entre escena y escena. Fue él, precisamente, quien le entregó el premio a su viuda, Jane Robinson, que asistió a la ceremonia y leyó un discurso que el actor preparó antes de morir, emocionado por el honor que la Academia de Hollywood le conferiría. “No podría haber llegado en un mejor momento en la vida de un hombre. Si hubiera llegado antes, habría despertado sentimientos profundos en mí; de todos modos, no tan profundos como ahora”, les dijo Edward G. Robinson a todos, desde el más allá. Aquel lugar al que todos lo vimos llegar escuchando a Tchaikovski, Beethoven o Grieg, mientras veía lo mejor del mundo que alguna vez conoció.
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